El escritor mexicano, José Emilio Pacheco, describe al ‘Cantar de los Cantares’ como el poema más célebre que existe; además, señala que “no existe un texto más misterioso ni más fecundo en las lenguas europeas”. Muchos lo señalan como un hermoso diálogo erótico entre dos amantes, otros como un poema en el cual se describe la búsqueda amorosa del alma del hombre por Dios. Hay quienes afirman que se trata de un diálogo entre la Iglesia y Jesucristo. En lo que todos parecen llegar a un acuerdo es en la belleza de cada verso, en la pureza de las descripciones y en el ardor insólito entre los que se aman.
- ¿Todavía no sigues a Vida Nueva en INSTAGRAM?
- WHATSAPP: Sigue nuestro canal para recibir gratis la mejor información
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Sin embargo, y aunque acompaño de manera entusiasta todas las ideas antes expuestas, lo he vuelto a leer y, en esta oportunidad, me pareció ver en sus líneas el corazón llameante de la Madre Félix. Un corazón llameante que amó a Cristo verdaderamente y que, en cierta forma, sentía pena por no poder hacerlo como ella deseaba. En la voz de la Amada del Cantar, aquella que por las noches buscaba al amado de su alma, que la impulsó a salir a recorrer la ciudad y que, cuando lo encontró, no lo soltó más; en esa voz pude reconocer la voz de la Madre Félix.
Yo buscaba al amado de mi alma
“Sobre mi lecho, por las noches, yo buscaba al amado de mi alma” (Ct 3,1), canta la Amada, tratando de hacernos sentir los rigores de la ausencia de sentido. Cuando revisamos los primeros años de la Madre Félix, los podemos describir como una intensa búsqueda, quizás no de Cristo, hallado muy temprano, sino de su voluntad. “¿Qué haré por Cristo?”, se preguntó con harta frecuencia y su respuesta fue tener paciencia y mantener siempre la lámpara encendida para poder reconocer “los besos de su boca” (Ct 1,2). De sus labios bebió mirra pura (Ct 5,13), el aroma profundo del Evangelio que la preparó para el sacrificio, aprendiendo que el tiempo de Cruz es breve, mientras el de la resurrección es para siempre.
Transformó entonces su corazón en “un jardín cercado” (Ct 3,12), en un “huerto cerrado y manantial bien guardado” (Ct 3,12), ya que solo había espacio para el Corazón de Jesús que en latidos amorosos se volvían a su vez en caminos para entregarse a las almas puestas a su cuidado: “Te amo a Ti y te amo en mis hermanas, en toda la humanidad, en tu creación”. Un corazón que no se fatigó en su aventura de constituir la Compañía del Salvador y los colegios Mater Salvatoris, poniéndolos al servicio de la Iglesia, en cuanto a que ella, la Iglesia, “es la obra de Jesucristo, mi Señor. Es la obra de mis amores, y mil vidas daría por Ella, porque es de Jesús”. La Madre Félix, al igual que la Amada del Cantar, estaba enferma de amor.
Enferma de amor
La Madre Félix sufrió mucho por su salud, en especial sus últimos años. No solo sufrió por quebrantos de salud, sino por amargas experiencias de vida. Sin embargo, su espíritu se empapaba siempre del gozo que le brindaba la certeza de su amor por Jesús. Un amor correspondido. Un amor que la enfermaba de amor. En medio de tantos padecimientos y dificultades, me la imagino repitiendo lo que la Amada gritaba a los cuatro vientos: “Soplen, vientos del norte y del desierto. Soplen en mi huerto para que se expandan sus aromas. Y así entre mi amado en su huerto y coma de sus exquisitos frutos” (Ct 4,16). Así se ofrecía al Señor para padecer en el cuerpo y en el alma cuanto Él quiera. Puso en Él toda su confianza.
“Que estoy enferma de amor” (Ct 5,8), dice la Amada en el Cantar. La Madre Félix, por su parte, afirma que si ama intensamente a Cristo, entonces será con Él omnipotente y tendría resueltos todos sus problemas. Tan enferma de amor como Sulamita, sentencia: «Seré toda de Cristo». Una enfermedad que le mantuvo, a pesar de todas las dificultades, el corazón siempre despierto y atento (cfr. Ct 5,2). Fue toda para Cristo, es decir, como la Amada cuando el Amado metió su mano por la cerradura de la puerta y estremeció su corazón (cfr. Ct 5,4), admitió vencida de amor: “Yo soy para mi amado y él para mí” (Ct 6,3), y así fue hasta el final… y todavía un día después. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.
Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor del Colegio Mater Salvatoris