Roma se viste distinto cuando uno llega no solo a ver, sino a encontrarse. Así viví el Jubileo de los equipos sinodales y de los organismos de participación del 24 al 26 de octubre: como un tiempo de gracia, intenso y profundo, donde la sinodalidad dejó de ser concepto para volverse rostro, voz y abrazo.
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Junto a la señora Consuelo Bañuelos del Consejo de la Pastoral de la mujer, fui representando a la Iglesia que peregrina en Monterrey, México. Al llegar, pronto entendí que no íbamos solos, pues en el Aula Paulo VI, en los pasillos, en los talleres, en la peregrinación hacia la Puerta Santa y en la Misa, respirábamos un mismo Espíritu. Compartíamos el deseo de hacer vida el sueño de una Iglesia que camina unida, que discierne y que sirve.
El programa jubilar fue una experiencia en familia: oración, talleres, diálogo con el Papa, intercambio de dones entre Iglesias. En la vigilia mariana, el cardenal Mario Grech nos recordó que el Jubileo “nos invita a renovar nuestro impulso apostólico, a dar testimonio con alegría del Evangelio, a construir puentes de fraternidad y a promover una cultura del encuentro”. Señaló además que “María es imagen de una Iglesia de estilo sinodal porque medita y dialoga”. Esa noche comprendí que la sinodalidad es, en el fondo, un camino de regreso al corazón.
Tuve el gozo de saludar al propio cardenal Grech, siempre cercano, y al cardenal Jean-Claude Hollerich con quienes coincidí en la Asamblea Eclesial de América Latina y el Caribe. Saludé también a monseñor Luis Marín de San Martín, a quien le entregué de parte de monseñor Rogelio Cabrera, el fruto sinodal de nuestra Arquidiócesis, representado en el Plan de Pastoral y en los manuales del Consejo parroquial y de Planeación. Junto a ellos, pude convivir con los integrantes del equipo del CELAM, de la querida CEAMA que trabaja en la Amazonía, y por supuesto con el equipo sinodal de México: rostros, risas y conversaciones que renuevan la esperanza.
Mexicanos presentes en el Jubileo de los equipos sinodales y de los organismos de participación. Foto: Padre David Jasso
En su homilía final, el papa León XIV nos ofreció una brújula espiritual para toda la Iglesia: “La regla suprema en la Iglesia es el amor. Nadie está llamado a mandar, todos lo son a servir; nadie debe imponer sus ideas, todos deben escucharse recíprocamente. Ninguno posee la verdad toda entera: todos la debemos buscar con humildad, y juntos”.
Nos invitó a “soñar y construir una Iglesia humilde. Un Iglesia que no se mantiene erguida como el fariseo, triunfante y llena de sí misma, sino que se abaja para lavar los pies de la humanidad; una Iglesia que no juzga como hace el fariseo con el publicano, sino que se convierte en un lugar acogedor para todos y para cada uno; una Iglesia que no se cierra en sí misma, sino que permanece a la escucha de Dios para poder, al mismo tiempo, escuchar a todos”. En esas palabras resonó la invitación más fuerte del Jubileo: pasar de la sinodalidad hablada a la sinodalidad vivida.
Al escucharle, pensé en Monterrey, en nuestros consejos pastorales y en tantos espacios de participación donde se puede encarnar esta comunión concreta, reconociendo que somos parte de la Iglesia universal pero con rostro propio. Tenemos el reto de tomar en serio los órganos de participación (consejos pastorales, presbiterales, económicos, de empresarios, de la mujer, etc) no como trámite, sino como espacios vivos de escucha, de intercambio, de discernimiento. La sinodalidad entre nosotros ha de traducirse en: menos protagonismos y más acompañamiento; menos imposiciones y más diálogo.
En Monterrey, como en muchos lugares, tenemos retos sociales, culturales y pastorales: migración, jóvenes que se alejan, cambios generacionales. El espíritu sinodal me hizo ver que estos retos se afrontan mejor en comunidad, no en solitario. Porque ser sinodales no es solo reunirnos más, sino reconocernos más.
Caminar juntos, volver a casa: eso fue Roma. Volver al origen, al amor que nos une y al Espíritu que nos impulsa. Y traer de regreso la certeza de que no hay Iglesia sin escucha, sin humildad y sin servicio. Que la sinodalidad no sea una palabra más, sino nuestro modo de amar.
