Lo leemos en el libro del Eclesiastés, en su capítulo 3: “Todas las cosas bajo el sol tienen un tiempo y un momento”. Para trabajar y descansar, para incorporarse al mundo laboral, como un joven médico, en 1987, y para jubilarse, en fecha que todavía desconozco.
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Pero no puedo negar que el tiempo se acerca, y evoco todo lo aprendido y vivido, al hilo de un artículo breve que se publicó el 9 de octubre en la más prestigiosa revista de medicina interna, el New England Journal of Medicine, que leo desde mis tiempos de residente. En este artículo, un médico veterano comparte sus reflexiones, suscitadas cuando un paciente en la consulta le pregunta si todavía estará allí en la siguiente cita.
Rostros y nombres
Despedirse de personas con quienes se han compartido momentos vitales profundos, de enfermedad e infortunio, puede que sea una de las cosas que más me ha costado durante mi vida profesional. Recuerdo rostros y nombres de los diversos hospitales donde he trabajado; por ejemplo, en una consulta de enfermos de sida, a los que seguí varios años. Conocí su reacción ante el diagnóstico, incluso en una época en que ya no suponía una sentencia de muerte automática, como ocurría al principio de la pandemia, durante mi residencia. Aconsejé sobre precauciones con sus parejas, sobre tratamientos y sus problemas, sobre la posibilidad de tener descendencia. Recuerdo expresiones de decepción cuando les anuncié que, en la siguiente cita, habría otro médico. Lo lamenté mucho, pero no podía evitar marchar.
He vivido muy diversas etapas y experiencias como médico, unas peores, otras mejores. Dificultades personales, laborales, estructurales, institucionales. He intentado siempre mejorar el medio en el que me hallaba, incluso si eso conducía a un conflicto (al fin y al cabo, me decía, Jesús fue toda su vida pública un hombre en conflicto, y no es algo que un cristiano deba temer o rehuir por principio).
Amarguras y estructuras disfuncionales
En medio de amarguras y estructuras disfuncionales, de la tecnificación progresiva de la medicina, de su posible deshumanización; más allá de una historia electrónica que no funciona bien y se “cuelga” continuamente, de una mala gestión crónica sentida y padecida, de un uso político espurio del sistema sanitario y sus problemas (fíjense, por ejemplo, en los fallos en el cribado de cáncer de mama en Andalucía: no se pretende resolver un problema y aprender/poner los medios para que no se repita, sino erosionar al adversario político). Más allá de todo eso, la medicina como asistencia a la persona enferma me sigue apasionando.
Nunca es monótona, siempre obliga a estudiar, a investigar, a mejorar. Cada paciente y sus familiares son diferentes, presentan retos propios, necesitan una estrategia de manejo y comunicación distinta. Cada vez que me coloco delante de un nuevo ingreso y formulo, de un modo u otro, las tres preguntas clave, “qué le pasa, desde cuándo, a qué lo atribuye”, renuevo mi interés y deseo de ser un médico mejor.
Paciencia y conocimientos
Solo o acompañado de médicos jóvenes en formación, o de estudiantes de medicina, cada problema clínico, ahora que los afronto con la paciencia y los conocimientos que dan los años cronológicos y de estudio, y con la entereza de todo lo vivido, es un enigma que hay que resolver, un puzzle que componer, una persona que necesita mi ayuda y dedicación. El momento de abandonar todo esto llegará, pero todavía no.
Recen por los enfermos, por quienes les cuidamos y por este país.

