Las familias que celebran sus funerales se encuentran con dos experiencias muy distintas. Desde hace algún tiempo, se ha extendido una instrucción para que las liturgias de los funerales no puedan hacer una bienvenida ni las lecturas se adapten a las circunstancias, sino que se imponen “las del día” y se impide que, tras la comunión de los asistentes, haya un familiar que salga y lea una acción de gracias.
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Por el contrario, se obliga a que se haga después de la bendición final… Ahí, he podido presenciar cómo, quien preside, recoge las cosas y se va ostentosamente, dejando a la asamblea sola en el templo y sin presidencia, como si se tratara de un acto pagano, inapropiado, impuro, privado.
Afán hiperliturgista
En el penúltimo funeral al que fui he visto el enojo de la gente, especialmente los jóvenes, por la desconsideración del cura hacia su pariente y la familia. La reflexión y gratitud de la familia por la vida de su fallecido quedó fuera de la bendición. Ese afán hiperliturgista pretende transmitir misterio, pero extiende hostilidad. Es una medida impía que escandaliza a la gente, hace daño a la familia y separa más de la fe.
Hay, afortunadamente, otras experiencias. En la última en que participé, el cura se quedó con los familiares, reflexionó sobre la liturgia, quiso escuchar sobre la vida del finado y la familia, se prepararon con esmero las palabras iniciales de la familia, la selección de lecturas, las peticiones de los niños y las palabras que el mayor dirigió a Dios y a todos sobre su hermano fallecido tras comulgar. La bendición final recogió todo y pudimos ir en paz. La familia quedó consolada. Creyentes y no creyentes, muy agradecidos a la Iglesia y abiertos. ¿Cuál de los dos funerales se parece más a la comensalidad de Jesús?

