Tribuna

Corazón y esperanza

Compartir

En la homilía que León XIV pronunció durante el Jubileo de los Jóvenes el pasado 3 de agosto, hizo referencia a una imagen que propuso el Salmo responsorial: “La hierba que brota de mañana: por la mañana brota y florece, y por la tarde se seca y se marchita” (Sal 90,5-6).



Versículos que traen a mi memoria los versos de un poema de Robert Herrick: “Coged las rosas mientras podáis, veloz el tiempo vuela. La misma flor que hoy admiráis, mañana estará muerta”. Aunque las ideas puedan resultar a primera vista muy pesimistas, para León XIV resulta todo lo contrario: “La fragilidad de la que hablan, en efecto, forma parte de la maravilla que somos”. La caducidad y la muerte no tienen la última palabra. El hombre está hecho para una existencia que se regenera constantemente en el don.

Por ello, recordando a san Agustín, pidió a los jóvenes y a todos los hombres de este tiempo buscar a quien hizo las cosas así, puesto que es Él la esperanza. Esa esperanza que nos libera del pantanoso espíritu del sinsentido, del aburrimiento y de la mediocridad.

Pero no es asunto de declarar y ya, como muchos creen en la actualidad. Se trata de un trabajo profundo de ingeniería espiritual que comienza por una transformación en el corazón, en lo más íntimo de cada hombre. Una transformación que surge de una nueva relación con el amor, que no nos hace ciegos, sino videntes, como señala Byung-Chul Han.

Jubileo Jovenes

Conocimiento y amor

Max Scheler señala que san Agustín, prodigiosamente, “atribuyó a las plantas el deseo de que los hombres las contemplen, como si las plantas experimentaran algo análogo a la redención cuando los hombres, inspirados por el amor, las conocen en su ser”. La flor, quizás la que cantó Herrick o señala el Salmo, aunque carente de ontología, es redimida en el corazón de la mirada amorosa del hombre. Esa mirada amorosa conduce a la flor a acariciar su plenitud ontológica.

Esta dinámica posibilita al pensamiento transformarse en un acto de amor, que aprenda a anhelar lo diferente, a afanarse por algo más que las migajas que este mundo ofrece, muchas veces, a un costo muy alto. El amor y la esperanza son capaces de generar sus propios conocimientos.

Mientras el amor atiende a lo sido, la esperanza se abre a lo venidero abriendo los ojos del corazón a lo que todavía no conoce, ya que aún no es, estimulando así a una dimensión de la confianza que se reconoce en la mirada de amor incondicional del Padre tejida por la contemplación de su criatura, espejo en el que el hombre encuentra la plena justificación de su existencia. Dios, Padre amoroso y compasivo sostiene a sus hijos en su Amor creador y redentor, “un amor que [re]nace ante la belleza caída en la perdición”, apunta Guardini. Un poco en la estela del príncipe Mishkin de la extraordinaria novela ‘El Idiota’ de Dostoievski, en el cual el amor compasivo de un hombre hacia otro hombre repite el modo de amor con que Dios ama al hombre.

Corazón, esperanza y entendimiento

La temporalidad de la esperanza es el futuro, lo que todavía no es. Imprime al corazón del hombre la posibilidad de abrir su entendimiento hacia lo prospectivo, como resalta Moltmann, herir al corazón con la “pasión por lo posible”. Agrandando el alma del hombre para que acoja la posibilidad de lo imposible y, muy probablemente, enseñándolo a perdonar lo imperdonable. Estimula al corazón a ser esa tierra fértil en la cual, como señaló León XIV, la existencia se regenera constantemente en el don, ya que es precisamente la esperanza quien dispone al hombre a combatir la pasividad, el nihilismo y la abulia, pero, al mismo tiempo, crea los dispositivos que instruyen en el arte de combatir las expectativas meramente monetarias, esas que solo dan paso a la autoexplotación haciendo de la vida un proyecto sostenido en fines materiales y vacío de contenido.

Este camino parece expedito para quien tiene la voluntad y la disposición de abrir verdaderamente su corazón. Abrir el corazón, en este caso, es romper de raíz con una conducta anclada en los valores, no solo materiales del mundo, sino en discursos pseudoespirituales que envilecen el mensaje del Evangelio, haciendo de este un atajo hacia formularios superficiales que distorsionan la identidad de la relación con Dios, con los otros y con la realidad. Discursos que han encontrado nido en muchos corazones despistados que, de buena fe, quieren hacer vida dentro de la Iglesia. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.


Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y aprendiz en el Colegio Mater Salvatoris. Maracaibo – Venezuela