“Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo”. Esto lo escribió Friedrich Nietzsche en ‘El crepúsculo de los ídolos’. La famosa frase del pensador alemán, popularizada por Víktor Frankl, es una realidad que constato día a día en las salas de hospitalización. No me cabe duda de que tener un sentido, un para qué, se basa en nuestra relación con los demás. Los otros nos dan un sentido, que casi siempre pasa por el servicio, por la entrega.
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Esto lo aprendí en el Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo, lo he mencionado en diversas ocasiones. Creo que quedaba todavía más patente que en un hospital general –aunque aquí también lo veo a diario– por las peculiaridades de este espacio, un centro donde la estancia media se contaba no en días, sino en meses.
Familias abnegadas
Eso implicaba que la abnegación y entrega demostradas por la mayoría de familias no podían dejar de impresionar. Así, la esposa, el esposo, los padres, dejaban sus casas y alquilaban una habitación o un apartamento a cientos, miles de kilómetros de su residencia habitual, o viajaban de forma incansable. Vivían en lugares a veces inhóspitos, fríos, mal amueblados, solitarios.
Abandonaban ocupaciones, hobbies, el trabajo si podían, y se instalaban lo más cerca posible del familiar que había sufrido una lesión medular. La gente que no tenía vehículo propio cruzaba a pie el puente sobre el Tajo para llegar a la hora de visita, con frío en invierno, bajo un sol ardiente en verano. Un día y otro, con la esperanza de mejora, o al menos de estabilización y posibilidad de reinserción en algo parecido a la vida previa.
Recuerdo de aquellos años nombres, rostros, conversaciones, con todos aquellos familiares que se convertían en cercanos, que a veces visitábamos por sus propias dolencias, al hallarse desplazados y sin referencias. La madre analfabeta que aprendió a manejar un respirador portátil para poder atender a su hijo que había quedado sin capacidad de respirar, la esposa que renunció a todo para estar al lado de su marido, los padres que lo hicieron por su hija, aun cuando eran ya ancianos.
Una muestra de amor
Superaban sus propias dolencias, su querer e interés, y entregaban su vida, su tiempo libre, sus recursos económicos, como prueba de un amor y un compromiso que supera toda obligación y solo puede entenderse en clave de oblación personal.
En general, desprecio el término resiliencia, que justifica cualquier tropelía desde el poder para convencer a los súbditos de que deben aceptar lo inaceptable (recuerden la pandemia Covid-19, donde se manoseaba esta pretendida cualidad y se utilizaba hasta la náusea mientras morían centenares y miles de compatriotas). Sin embargo, respeto y admiro términos como entrega y abnegación, que se hicieron vida ante mis ojos en Toledo, como se han hecho vida en otras ocasiones, en otros hospitales. El hombre que durmió semanas enteras en el suelo de la habitación para no dejar ni un momento a su esposa enferma, la hija que no se movió del lado de su padre durante todo el ingreso, los padres que acompañan al hijo a una sesión de quimioterapia un ciclo sí y otro también.
Uno de estos padres, con el que hablaba largamente, me dijo un día en Toledo: “La vida no es tan complicada, basta con tener un sentido, comer sano y dormir lo mejor posible”. Su hijo, un intento de suicidio con lesión medular como secuela, quizás por la buena influencia de su padre, fue capaz de habitar su nueva situación vital y convertirse, él también, en útil a los demás. Porque no hay porqué en la vida sin servicio y entrega a los otros. En la familia, en el trabajo, en el ambiente donde cada uno vive.
Recuerdo presente
Cuando me desanimo ante las malas noticias y peores realidades de nuestro país y nuestro mundo, echo mano de mis recuerdos de todas aquellas personas que tanto me enseñaron y recupero la fe y la confianza en mis semejantes.
Recen por los enfermos, por quienes les cuidamos y por este país.

