Escribe Lord Byron en su obra Manfred que su «gozo era tener soledad; respirar el aire enrarecido de las cimas heladas, donde las aves no osan anidar, ni el insecto vuela sobre el granito sin hierba o zambullirme en el torrente…» Soledad que le permite deleitarse siguiendo en la noche la marcha de la luna, el rumor de las estrellas andando por el cielo, escuchando las hojas dispersadas por los vientos de otoño en sus cantos de ocasos. Los hombres tenemos esta necesidad eventualmente. La necesidad de vivir «en todo desnudos», como decían los místicos, cuando despierta la necesidad de ser monasterios que, en griego, significa lugar solitario.
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Jesucristo, en distintos momentos de Evangelio, buscó la soledad del monte o de la otra orilla, para orar y estar a solas en compañía de su Padre, a través de la oración solitaria y concentrada. En esa soledad del desierto donde escuchaba con mayor nitidez la voz divina, lejos del bullicio de las ciudades, lejos de ese, a veces, oscuro coro de voces que confunden, alteran, distorsionan la identidad verdadera del hombre.
Un órfico descenso
La modernidad trajo muchas cosas consigo, entre ellas, el ruido. Ella me suena, cada vez más, a taller mecánico, ese retumbar constante de instrumentos técnicos que solo entienden de silencio en el instante de la avería, como señala Le Breton: ante «el fallo de la máquina», silencio, pero producto de la suspensión de la técnica y no de una afloración genuina y espontánea de un rico mundo interior. Ruido que nos aleja de nosotros, lo cual hace urgente un órfico descenso a uno mismo. Bajar a la profundidad donde el silencio de Dios nos espera para que recuperemos nuestra estatura.
Tomás de Kempis explica que ese descenso permite que nuestra alma en silencio y sosegadamente penetre los secretos de la Escritura. En ese silencio, «halla arroyos de lágrimas con que purificarse todas las noches, para que sea tanto más familiar con su Hacedor». Transformarnos, eventualmente, en el pájaro solitario de San Juan de la Cruz, es decir, amigos de la soledad y el silencio. Compartir la espesura del blanco que le sigue a la famosa expresión de Wittgenstein que cierra su Tractatus.
Contemplar el silencio de Jesús y María
Los silencios de María me recuerdan al silencio de Cristo hecho Verdad que no pudo escuchar Pilatos. Jesucristo como encarnación entre los dos polos de un mismo silencio: el silencio del amor entre los ojos de Dios abiertos al corazón de María y los ojos de María cerrados para poder contemplar los ojos de Dios que la observan desde su corazón valiente. Dos polos en los que el silencio se condensa y se revela, ya que hay otras modulaciones del silencio entre la palabra y más allá; ese silencio inalcanzable o inalcanzado. Silencio hecho Palabra. Palabra hecha presencia, así como nos lo recuerda el poeta Octavio Paz cuando afirma que así como del fondo de la música germina una nota que, mientras vibra, crece y se adelgaza hasta que en otra música enmudece, brota del fondo del silencio otro silencio, pero que es una palabra cargada con la plenitud infinita del silencio que la gestó.
Contemplar a María orando en silencio, disfrutar de María en silencio es abrirnos a una verdad que ella vivió y sintió como nadie: saborear con toda su existencia la Palabra y esto ocurrió gracias a su silencio. Esta experiencia tan mariana contrasta de una manera, a veces radical, con la forma de vivir en la actualidad. El universo lingüístico nos arropa de tal forma que no podemos salir de los límites que nos impone. No lo podemos observar desde el exterior porque el más allá del lenguaje es impensable. Lo que resulta pensable y comunicable lo es desde el lenguaje. Mirar a María y aprender de su vocación de silencio. Silencio que brotó, no solo de su humildad, sino de una sabiduría muy suya de usar con rectitud su mente y su corazón. Benedicto XVI, meditando en la vocación de María, afirmó que, justamente, el secreto de la vocación es el silencio. María se entrega al silencio para llenarse de Dios. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.
Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor del Colegio Mater Salvatoris