Escribe Octavio Paz: «Así como del fondo de la música brota una nota que mientras vibra crece y se adelgaza hasta que en otra música enmudece, brota del fondo del silencio otro silencio… y queremos gritar y en la garganta se desvanece el grito: desembocamos al silencio en donde los silencios enmudecen».
- WHATSAPP: Sigue nuestro canal para recibir gratis la mejor información
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Del silencio brota otro silencio donde el propio silencio enmudece. Sí, hay un silencio que es tejido por el acto de callar; pero hay otro silencio, más profundo e interior. Un silencio que despierta la tristeza en el hombre, puesto que, de alguna manera, le trae a la memoria aquel estado en que aún no había tenido lugar la caída en el pecado, describió Max Picard.
Un silencio que no se hace, sino que se busca y mana de la fuente primaria que está en el corazón. Ese silencio donde brota lo absolutamente otro, lo absolutamente nuevo, es el espacio en el cual el hombre espera «para saber si el Señor había dado éxito o no a su viaje» (Gn 24,21).
Ese silencio siempre complejo e inquietante que obliga al hombre confrontarse y a superarse. Él nos muestra un rostro de la realidad oscurecido por el silencio que calla y el ruido que ensordece. Él, ese silencio, que es una presencia cargada de significado oculta bajo el estruendo de lo cotidiano.
Decir en silencio
Hablamos de un silencio que mana del corazón del hombre como desacuerdo con el mundo. Hablamos de un atento escuchar esa voz en la que se ha vaciado todo lo existente. Recordamos aquí aquella máxima confuciana que plantea la necesidad de poseer «la identificación silenciosa de las cosas» que se transforma en algo esencial para comprender y emprender una reorientación hacia una vida sensitiva que abra el camino hacia una dimensión más intensa en una atmósfera sagrada que permea la expresividad del mundo. Por ello, Kierkegaard afirmaba que, de profesar la medicina, remediaría los males del mundo creando el silencio para el hombre.
Ese silencio que queremos decir es aquel que se esconde en la intuición de un más allá del lenguaje, en esa «zona zaguera de la inteligencia» que reflexionó Plotino, donde el ego pierde su cimiento. Silencio que los antiguos distinguían como silere, expresión de serenidad, de abandono del deseo, el cauce del desapego.
El mismo que Benito de Nursia recomendó a los miembros de la comunidad y que en sus reglas recoge como taciturnidad. Decir el silencio como Clemente de Alejandría o Gregorio de Nisa, para quienes el estar callado retribuye al alma con la purificación. Una purificación que alberga un doble beneficio que atañe al favor propio y al del prójimo.
Un silencio por los callados
Una de las últimas obras de Sófocles es Edipo en Colono. Recoge eventos ocurridos entre Edipo Rey y Antígona. En la obra, cuando Teseo sigue la voluntad de Edipo, impidiendo que ninguna voz resuene cerca de su tumba sagrada, busca la manera de mantener intacto su santo reposo. Lo hará porque entiende que nada debe ser nombrado, puesto que forma parte del Uno, según el cual y por afirmación de Platón, «no hay de él razón, ciencia, sensación u opinión». Frente a lo sagrado hay que guardar silencio. Según Wittgenstein, «de lo que no se puede hablar, es mejor callar».
Homero se refirió a los virtuosos y mesurados como callados. Acogerse al silencio manifestaba el extrañamiento moral de los filósofos griegos. Por ello, Heráclito toma el camino de las montañas para huir de toda presencia humana. En cierta forma, este me hace recordar lo que, en el libro de Lamentaciones, expuso el profeta Jeremías: «Bueno es esperar en silencio la salvación del Señor».
Un silencio que se abre para enmudecer a los otros silencios y emerja una voz, una sola, aquella que habla sobre bellezas antiguas y en cuya cadencia debe el hombre depositar su confianza. Silencio que confía y espera, pues en él se haya la fragancia de una esperanza que no decepciona. Silencio que dice y en su decir el hombre comprende que, frente a la desolación, no hay que hacer mudanza. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.
Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor del Colegio Mater Salvatoris
Maracaibo – Venezuela