Si, de por sí, los dogmas de fe no cuentan con mucha simpatía en un mundo postmoderno más proclive a la libertad de pensamiento rozando con el relativismo, el de la ‘AsUnción de la Virgen María’, celebrado el pasado viernes, y el de la ‘AscEnción de Nuestro Señor Jesucristo’, ofrecen una complejidad adicional.
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Distingamos primero. La AscEnción se refiere a la elevación de Nuestro Señor Jesucristo al cielo, por su propio poder, después de resucitar. La AsUnción, por su parte, nos remite al tránsito de la Virgen María hacia las alturas, en cuerpo y alma, por iniciativa divina, y no por ella misma. Se cree en la tradición católica y ortodoxa que ella no murió, sino solo se durmió: es lo que se conoce como la santísima dormición de María.
Pues bien. Durante siglos, y especialmente en tiempos recientes, los teólogos más de avazada han insistido en no considerar, ni a la Virgen ni a su Hijo, como una suerte de astronautas, propulsados hacia el firmamento ya porque Dios atrae consigo a María, ya porque Jesús es capaz de lanzarse por sí mismo al encuentro con su Padre. Las interpretaciones teológicas coinciden en explicar ambos eventos no como una despedida, sino como una presencia diferente, llena de plenitud, holística.
No estamos, entonces, ni ante un espectáculo cinematográfico, ni frente a un abandono desinteresado. Más bien atestiguamos una culminación, la certeza del deber cumplido, pero con permanente acompañamiento impulsor.
Pues a estos interesantes análisis, necesitamos sumar la reflexión que nos ha ofrecido León XIV, en esta fiesta de la AsUnción, en la que enfatiza el acompañamiento de la Virgen, su sufrimiento por los males que nos afligen y, como sucedió cuando se proclamó su dogma, el enfático llamado a la paz que ella nos hace.
Y es que conviene recordar cómo Pío XII, al proclamar el dogma de la Asunción -Multificentissimus Deus– en 1950, lo hizo en un mundo aún conmocionado por la Segunda Guerra Mundial, por lo que el evento tenía como telón de fondo la búsqueda de una paz definitiva.
Más que detenernos en el ‘cómo’ de ambas manifestaciones, la AscEnción y la AsUnción, podemos atender a su significado, al ‘qué’: la satisfacción de una tarea realizada con la máxima intensidad, pero necesitada todavía de nuestra colaboración.
Se van, entonces, Jesús y María, pero nos siguen acompañando para cumplir con nuestra misión: instaurar en el mundo una paz justa y digna para todos.
Pro-vocación
Hoy se celebra en México el ‘Día nacional de la juventud católica mexicana’, y me da gusto leer en el mensaje de los obispos aztecas la invitación a que los chavos y chavas caminen con Jesús y ayuden a los demás a levantarse. Movimiento y solidaridad, dos características que no siempre tienen nuestros grupos juveniles en la Iglesia -muchas veces embelesados por dinámicas más dadas a fomentar el sentimentalismo en detrimento del compromiso fraterno-, pero que es necesario recuperar.
