En estos días, mientras el verano avanza y la rutina parece arrastrarnos hacia abajo, la Iglesia nos invita a mirar hacia arriba. No como quien evade la tierra, sino como quien descubre que el cielo es la meta y el sentido de todo lo que vivimos aquí. La Solemnidad de la Asunción de María, que celebramos el 15 de agosto, nos recuerda que no estamos hechos para quedarnos a medio camino.
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Me gusta imaginar la escena no como una película de efectos especiales, sino como un abrazo. Dios, que había acompañado a María en cada paso, desde Nazaret hasta el Calvario, la recibe por completo, con cuerpo y alma, en su plenitud. No es un premio exclusivo para ella, sino la promesa de lo que quiere para todos nosotros. La Asunción es, en el fondo, un anticipo de nuestro destino final.
En un mundo que mira mucho hacia abajo, encorvado hacia la pantalla, al bolsillo ante la necesidad y la deuda, al piso en medio de la dificultad, María nos enseña a elevar la mirada. No para desentendernos de la realidad, sino para verla desde más arriba. Su vida no fue una nube mística aislada del dolor: supo lo que es huir como refugiada, perder a un hijo en el templo, sostenerlo muerto entre sus brazos. Y aun así, su corazón se mantuvo en alto.
La Asunción no es fuga, es meta. No es huir de la historia, sino atravesarla con fe y esperanza. Es la señal de que lo que vivimos con amor tiene un peso en la eternidad. Todo lo que entregamos, cuidamos y servimos, aunque parezca oculto, sube con nosotros en ese abrazo final.
Hoy necesitamos aprender de María a vivir “con los pies en la tierra y el corazón en el cielo”. ¿Qué significa esto? Significa no dejar que las malas noticias definan nuestra esperanza. Significa trabajar con esmero, pero sin olvidar que lo definitivo no es la cuenta bancaria, sino la cuenta de amor que habremos construido. Significa que, aunque haya lágrimas, el horizonte no se acorta.
En la pastoral, la Asunción nos desafía a acompañar a las personas para que descubran que su vida tiene un sentido que no termina en la tumba. Es un antídoto contra el cinismo y la desesperanza. Nos recuerda que Dios no abandona la obra de sus manos: así como asumió a María en cuerpo y alma, quiere también plenificar nuestra historia.
Me impresiona pensar que María sube llevándose consigo toda la humanidad que amó: las palabras que escuchó, las personas que acompañó, los gestos de ternura que dio y recibió. No deja nada fuera. Y eso me recuerda que en nuestra subida final —cuando toque— llevaremos todo lo que haya sido verdadero amor.
Esta fiesta, entonces, no es un recuerdo piadoso del pasado, sino una llamada a vivir con la mirada alta hoy. Porque si creemos que nuestra meta está en lo alto, la manera de caminar aquí cambia: no nos enredamos tanto en lo que pesa, no nos perdemos en lo que no importa, y sabemos elegir lo que de verdad vale la pena.
Que la Asunción nos encuentre con la cabeza erguida y el corazón despierto. Que no esperemos a estar “allá arriba” para vivir como hijos del cielo. Que cada gesto de misericordia, cada palabra de consuelo, cada paso de justicia sea ya parte de esa ascensión que comenzó en el momento en que Dios nos llamó por nuestro nombre.
María sube… y nos recuerda que también nosotros estamos llamados a subir. El cielo no es evasión: es la plenitud de lo que amamos en Dios.
Lo que vi esta semana
A muchos sacerdotes en Monterrey celebrando su aniversario en torno a esta solemnidad.
La palabra que me sostiene
“Atraeré a todos hacia mí””. (Jn 12,32).
En voz baja
María, enséñanos a vivir con el corazón en lo alto y los pies bien firmes en el camino.
