Afronto esta última lección con un título un poco pretencioso, que solo trata de llamar la atención sobre la disciplina que da nombre a este centro académico. Lo hago con humildad y agradecimiento sincero hacia tantas personas a las que debo tanto. Estoy seguro de no haber sido capaz de enseñar nada significativo que no hubiese aprendido de otros, algunos de los cuales estáis hoy aquí.
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Por eso, lo que sigue más que una ‘lectio’ es propiamente una mezcolanza, desordenada pero sentida, de recuerdos y evocaciones personales, trufada de reflexiones sobre nuestra disciplina que procurarán, vosotros diréis hasta dónde lo logra, no fatigar en demasía según la máxima de Guillermo de Ockham: “En vano se hace con más lo que pueda hacerse con menos”.
Lo más sincero que puedo compartir es una enorme acción de gracias a Dios por la vida intensa y variada que me ha tocado vivir. Sin vida, no hay ni teología ni pastoral. Lo saben bien o, lo que es aún más terrible, no llegan a saberlo, aquellas criaturitas que mueren trágicamente a escasos metros de la tierra prometida en cualquier patera, o como resultado de un supuesto daño colateral en Gaza en un mundo de pesadillas salvajes cometidas por seres humanos embrutecidos.
El tiempo de Dios
Mala época la nuestra (o quizá no tanto) y, al mismo tiempo, precioso ‘kairós’ de Dios (que seguro que sí). Menos mal que el futuro es siempre el tiempo de Dios. En su absoluto intuimos, desde nuestro anhelo de justicia y la sed de sentido último, que la suerte de los verdugos no prevalecerá definitivamente sobre la de las víctimas.
Es seguro: sin vida no hay teología ni pastoral. Si algo ha logrado el papa Francisco, ha sido vincular los tres términos: teología, pastoral y vida. Por ello, su pontificado no se queda en el límite angosto de la Iglesia católica, sino que posee un alcance universal. Su forma de reflexionar y su modo de actuar, eminentemente pastorales, han permitido que muchos hombres y mujeres de este planeta se reconozcan en él; sobre todo, los habitantes de los márgenes: ellos le han descubierto como alguien que los quiere, les reconoce, les devuelve la voz, les defiende e incluso les representa y dignifica.
Humildad y pasión
La teología es una “palabra sobre Dios” que no se puede identificar con su Misterio insondable. Santo Tomás de Aquino nos advertía para no confundir el enunciado (la formulación teológica) con la realidad que contiene (el objeto de la fe). En efecto, la teología “es un producto humano, un saber sobre lo Absoluto, no un saber absoluto”. Por eso, el teólogo pastoral, cuando considera la Iglesia y el mundo y el modo más adecuado de humanizarlo y organizarlo según Dios, debe dotarse de buenas dosis de humildad y de una pasión insobornable por una verdad que siempre le desbordará.
No estamos para perder el tiempo con tonterías, disputas de sacristía y minucias formales. La vuelta a lo esencial de un cristianismo que no quiera ser exculturado reclama, como decía nuestro querido Juan Martín Velasco, el cultivo y la práctica intensa de la vida teologal, ya en la misma Iglesia. Esta ha pretendido demasiadas veces ponerse ella la primera, quitándole a Dios el primer plano, para acabar sucumbiendo al segundo mandamiento: no tomar el nombre de Dios en vano, no hablar pródiga y categorialmente en su nombre o interpretar su voluntad sin un discernimiento muy serio. A diferencia de los evangelios, que no alardean de las virtudes de los primeros seguidores de Jesús sino de sus muchas flaquezas, demasiadas veces hemos ido de maestros virtuosos para acabar conviviendo con la mentira y el encubrimiento.
Fe, esperanza y caridad
Por eso, para recuperar lo esencial, debemos cuidar la fe. No es tanto creer en lo que no se ve, sino, sobre todo, seguir creyendo a pesar de lo que se ve y apostar por la confianza cuando todo invita a ver lobos feroces y demonios por doquier.
Después, la esperanza, la fuerza vigorizadora de los frágiles, sobre todo cuando malviven a la intemperie en tiempos de incertidumbre y auténtica vacuna contra el escepticismo que paraliza.
Finalmente, la vía de la caridad, que ha sido siempre el sendero seguro por el que, en tiempos de tempestad e incertidumbre, se ha paseado el buen Dios y han transitado, siempre ligeros de equipaje, los mejores de los nuestros por todos los recovecos de la historia.
Por eso, empiezo reivindicando lo obvio, lo que tantas veces aquí mismo nuestro querido amigo y maestro abulense señalaba: el problema fundamental de la Iglesia siempre ha sido la pérdida de la centralidad de lo teologal, el olvido de nuestro más profundo, intenso y auténtico centro: la Presencia elusiva de Dios. En otro caso, como señalaría el fino humor de Chesterton: “Cuando se deja de creer en Dios, se empieza a creer en cualquier cosa”.
Dios en los pobres
No puedo dejar de compartir que en lo nuclear de la experiencia cristiana coexisten dos elementos fundamentales: Dios y su mano larga en los pobres. Hélder Câmara había dicho que solo hay dos cuestiones centrales en la vida: “Dios y el hambre”. Dios y el sufrimiento humano; toda forma de sufrimiento, pero, si cabe, por lo que tiene de groseramente provocador y evitable, el que se debe al mal causado por los seres humanos, el que es fruto de la injusticia. De hecho, las dos realidades están emparejadas, casi con-fundidas, en el Dios que en Jesús, podríamos decir, muere dos veces: una, porque morimos (encarnado en nuestra finitud y en solidaridad con las víctimas) y otra, porque, tristemente, asesinamos (en solidaridad y para la redención de los victimarios).
Nada de esto tiene sentido sin esa pregunta sobre la vida eterna que sirve de hilo al ‘best seller’ de Javier Cercas, ‘El loco de Dios en el fin del mundo’. El autor reconoce, y hasta en cierta manera podríamos suscribirlo, que la religión es el opio del pueblo, “de los pueblos” (más literalmente). En efecto, nada, absolutamente nada, colma el anhelo de infinito; nada sacia la sed de trascendencia, sentido y plenitud que late en el corazón humano sino un Dios que asegure la vida plena, la vida eterna.
Dolor y felicidad
“Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé”, escribiría san Agustín. Y ello mientras nos convoca a anticiparla, siquiera en pedacitos, en esta vida en la que andamos enredados. De este modo, como dice la protagonista de la película ‘Tierras de penumbra’ (1993) sobre C. S. Lewis, incluso el sufrimiento intuye su misterioso sentido: “El dolor es el megáfono de Dios para despertarnos de nuestro letargo, y la incertidumbre es el trémulo temblor que nos espabila para no quedar instalados en la comodidad que paraliza”. Porque “el dolor de ahora es parte de la felicidad de entonces”, concluirá.
De ahí que los dos hábitos del corazón que nos acompañan de serie en la aventura humana desde que Dios nos regaló el alma son: la compasión, que nos anima a ponernos del lado del que sufre, cargar, hacernos cargo y encargarnos de su dolor; y la indignación, que nos moviliza y hace emerger ese primer clamor de rebeldía profunda ante la injusticia que nos sacó de la barbarie y que no deja de hacer avanzar el mundo al grito de “¡no hay derecho!”. (…)
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Índice del Pliego
Advertencia preliminar
Y una enorme gratitud aun en tiempos trágicos
La teología y la centralidad de lo teologal
‘Sumus in via’ (retazos biográficos con brocha muy gorda)
Nada sin el principio de pastoralidad
La teología pastoral
Breve historia de la teología pastoral
La especificidad de la teología pastoral
Presupuestos para la correcta aplicación del método de la teología pastoral
El punto de partida: escrutar la realidad
Confrontar con el Evangelio de Jesucristo
Proyectar
Desafíos: luces cortas y largas
Colofón mágico
