¿Qué es lo que espera en el fondo de su ser un migrante que abandona su territorio para buscar preservar su vida, en los casos más apremiantes, y encontrar un lugar en el que pueda trabajar y vivir con relativa tranquilidad? Solidaridad y empatía, dos sentimientos que no parecen estar tan fácilmente en el juego de intercambio gubernamental.
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Estos tiempos posmodernos nos han alcanzado con un tránsito infrecuente, debido a sus cifras, de personas. Obviamente, no es inusual la movilización de un punto a otro del planeta, pero sí lo son los números que la acompañan.
Conflictos de guerra y crisis política y económica se cuentan entre los principales factores que han echado fuera de sus propios linderos a miles e, incluso, millones de personas que no pocas veces buscan desesperadamente huir del horror y salvarse.
Crisis coyuntural
Hace 15 años, en 2010, comenzó un aumento del flujo migratorio desde algunos países de África y Medio Oriente hacia Europa. Desde ese año, los migrantes internacionales en todo el orbe aumentaron en 51 millones, según datos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Así, el éxodo alcanzó una cifra de 272 millones personas en todo el mundo.
En medio de los naturales desacuerdos al momento de encontrar soluciones, la Unión Europea buscó llegar a acuerdos políticos entre sus miembros para gerenciar una crisis migratoria difícil de administrar.
Se buscó fundamentalmente crear orden en medio del caos y no pocas veces el acento estuvo en la solidaridad. Hubo y hay críticas por violaciones a los derechos humanos, ciertamente, pero también ha habido asistencia humanitaria.
Si dirigimos la mirada hacia América nos encontraremos con un panorama que nos toca muy de cerca. Como se sabe, la migración más significativa es la de Venezuela, país que ha visto partir a unos ocho millones de habitantes. De estos, poco más de medio millón optó por ir a Estados Unidos.
Justos por pecadores
Estados Unidos… Hay aquí un drama migratorio que obliga a poner la mirada en el concepto que muchos tienen sobre lo humano. Si bien es cierto que el Gobierno estadounidense se encuentra actualmente en la tarea de acabar con la delincuencia que entró con la ola migratoria ilegal, no es menos cierto que están pagando justos por pecadores.
Las oleadas de persecución de los migrantes no conocen respiro, y poco ha importado que sean migrantes que llevan años aportando al crecimiento económico de ese país mediante su trabajo.
No hay en los Estados Unidos una política metódica que lleve a identificar al delincuente y respetar al resto de migrantes. Lo que se hace es, lamentablemente, poner en práctica un sistema de persecución denigrante, humillante, que da muestras de estar basado en una obsoleta e insultante jerarquía racial.
En ese mundo prácticamente maltusiano, la figura del latinoamericano, con documentos o sin él, se convierte en un ser sospechoso simplemente por su origen. En las redadas, prácticas milenarias de cacería, han caído tirios y troyanos.
Con arma en mano, el cazador tumba a su presa y averigua después. Sin embargo, comportamientos como estos suelen tener un costo: el quebrantamiento de la dignidad humana del otro se ha convertido en un búmeran que se traduce en malas noticias.
Los agricultores se lamentan y temen perder sus cosechas porque se han quedado sin buena parte de sus trabajadores. En otras palabras: no parece que hubo planificación antes de aplicar la drástica medida de deshacerse de la población migrante. Y ya Casandra profetizó, porque hay pronósticos de escasez de alimentos.
Por Sarita Chávez. Periodista, licenciada en Filosofía y magíster scientiarum en Filosofía (Universidad del Zulia)
Foto: EFE