Tribuna

Un canto que culmina en tu jardín

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A Mariela como siempre

San Juan Pablo II señala que en ‘El Cantar de los Cantares’ podemos hallar, entre la belleza que allí se desborda, la profunda riqueza del lenguaje del cuerpo de los esposos amantes. En sus líneas gritan los cuerpos que se entregan al amor constituyéndose en signo visible de la participación del hombre y la mujer en la Alianza de gracia y amor que Dios ofrece al hombre.



Las palabras del esposo se funden ardorosamente con las de la esposa como si se trataran de sus piernas que se entrelazan en el lecho guiadas por el calor, la suavidad, la sutileza del roce y se complementaran recíprocamente. Las palabras de los esposos, afirma el papa, sus movimientos, sus gestos, corresponden a la moción interior de sus corazones.

En medio del cantar, centro pleno de los cuerpos que se transforman en una sola carne que ora y alaba, que palpita y arde, se erige la imagen del jardín, lugar y refugio de los amantes, pero también cuerpo de la mujer. Jardín es el jardín del amor, donde el amante entra y donde goza de los frutos, al mismo tiempo que se le identifica con el amado (4,16; 5,1). Jardín que se identifica con la amada (4,12-16), pero al mismo se distinguen por cuanto ella es la fuente que riega el Jardín (4,12.15). Sobre ese jardín y sus perfumes estas líneas que se derraman hoy.

Mayores

Luces y oscuridades del jardín

Las luces y oscuridades del jardín, sus perfumes, sus aromas, reflejo del Verbo que nos llama a la unidad amorosa, transforma a los esposos en gotas de agua que caen con dulzura en una gota mayor, un océano que no tiene comienzo, no tiene fin. Océano que es noche larga y los esposos noches de la noche que se buscan entre sus luces, reflejos de una luz mucho mayor, mucho más profunda, mucho más brillante.

La buscan en medio de ellos, dentro de ellos, y van más, y más adentro, donde solo una vela brilla y los vuelve candelabros, luces del cielo en sus cuerpos terrenales.

El esposo se abandona a los giros de la caricia que, volcada desde el cielo, se lanza al descubrimiento de su esposa “paraíso de granados con frutos exquisitos nardo y azafrán, clavo de olor y canela, con árboles de incienso, mirra y áloe, con los mejores ungüentos. ¡Fuente de los jardines, manantial de aguas vivas que fluyen del Líbano! Despierta, viento del norte; acércate, viento del sur; soplen sobre mi jardín, que exhale sus perfumes” (4,14-16).

La esposa se abre como ojo asombrado para que su esposo entre en su jardín a comer de sus frutos exquisitos, y mientras los come, cierra los ojos para preguntarse con Rilke sobre los cielos que allí, dentro de ella, se reflejan en su lago interior en medio de tantas rosas abiertas.

Otro jardín, quizás el mismo

Jardín, cuerpo de la amada en ‘El Cantar de los Cantares’ que lleva de la mano a otro jardín, quizás el mismo, pues el cuerpo de la esposa, a partir del beso que no acaba, se transforma en un jardín dentro de otro jardín. Otro jardín, quizás el mismo, como el que nos describe Mohamed Al-Nafzawi en su Jardín Perfumado’.

Antes de iniciar su viaje hacia las profundidades perfumadas de su jardín, Al-Nafzawi comienza dando gracias al Todopoderoso por haberle concedido la bendición de la intimidad, como quizás también lo ha solicitado Tobías en su bello relato bíblico cuando afirma que Dios creó a Adán e hizo a Eva, su mujer, “para que le sirviera de ayuda y de apoyo, y de ellos dos nació el género humano. Tú mismo dijiste: ‘No conviene que el hombre esté solo. Hagámosle una ayuda semejante a él’. Yo ahora tomo por esposa a esta hermana mía, no para satisfacer una pasión desordenada, sino para constituir un verdadero matrimonio” (Tb 8,6-7).

En el jardín también el esposo desconoce el poder del tiempo y se transforma en una paradoja en presente constante. En la laboriosidad de jardinero que procura el riego fértil de cada planta, surtiendo con sudor vehemente el verdor de cada tallo, de cada hoja por pequeña que sea, siempre se pregunta por algo que parece estar siempre por venir y se mantiene en la espera comprendiendo que cualquier llegada lo contiene y lo abandona. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.


Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor del Colegio Mater Salvatoris. Maracaibo – Venezuela