Tribuna

Magdalena es una Fiesta

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En el recorrido por los textos que dan cuenta de María Magdalena en los evangelios, se produce un asombro escondido al confirmar las pocas veces que se la nombra. Y ya no hacen falta las explicaciones acerca de su historia tantas veces confundida o distorsionada.



¿Qué historia sería la nuestra si ella no hubiera partido presurosa a gritar que había visto a su Raboní? Como María servidora preñada de nueva historia yendo a visitar a Isabel preñada de profecía, Magdalena corrió para anunciar nueva vida.

¿Cómo se hubiera abierto la posibilidad de entender lo que Jesús venía anunciando si nuestra amiga de Magdala no hubiera despertado a la novedad que la presencia resucitada de su maestro le estaba imponiendo?  Escuchó, secó sus lágrimas y obedeció. “María Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras”, dice Juan.

¿Qué sería de cada persona creyente si no viera en esta mujer a la caminadora eterna que grita sin demora que Jesús vive hoy?

Lo que está suspendido en el aire que respiramos cada día de nuestra existencia es que ella es la anunciadora alegre, vital y firme que nos lleva al Resucitado. En presente, de instante en instante. Sin esta respiración, no caminaría el mundo.

Donde estén nuestros pasos resucitados por Jesús, allí también están los de Magdalena, con su amor de mujer tan desbordado como valiente. Con su silencio, y silenciada, sigue yendo en las pisadas de quienes se abrazan a las resurrecciones cotidianas para ir al encuentro irrevocable de todo otro u otra que lo necesite.

Maria Magdalena

Cómo amarte

Se suele repetir de memoria lo dicho por Jesús según Marcos (12, 31): “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.  ¿Hemos aprendido primero a amarnos a nosotros mismos? ¿Quién nos lo enseña? ¿Cuál es la asignatura que lo explica? ¿Dónde encontramos esta enseñanza dentro o fuera de nuestra Iglesia?

Este amarnos a nosotros mismos –como Dios nos ama–, es parte de una revelación personal, de tú a tú con el Señor, que una profunda enseñanza mistagógica puede acompañar a encontrar y verla en toda su dimensión.  Pero a veces, muchas veces, cuando no se sabe explicar o comunicar algo apelamos a aquello de que “es un misterio” y seguimos como si nada.

En el último capítulo del libro, “No sé cómo amarte –Cartas de María Magdalena a Jesús de Nazaret”– Pedro Miguel Lamet le hace decir: “¡Te amo, Jesús! Te amo todo entero, con un amor que ni ata, ni parcela, ni quiere convenciones, ni exclusividad, ni muros, ni posesión; como ama la lluvia, el viento y el sol a los montes y valles de esta tierra que piso; como los pájaros a su libertad azul. Nada ni nadie podrá ya poner diques, ni arrebatarme este amor”.

Así, ella, la Magdalena que tanto amó, nos explica que el camino es sólo siguiendo y amando a Jesús. Que no hay otra manera de salir al encuentro del prójimo, que no sea aceptándonos amados y amándonos a nosotros mismos, para poder amar.

Es significativo que, teniendo una maestra del Amor como María Magdalena, en los espacios educativos haya asignaturas de todo tipo, pero ninguna nos enseñe a amarnos a nosotros mismos primero.

Jesús la llamó por el nombre y ella pudo reconocer a su Maestro, el que le había enseñado a amarse porque Dios la amó primero sin condiciones de ningún tipo.

Quizá una manera muy sencilla pero muy efectiva sea preguntarles el nombre a las personas y recordarlo para saludarlas y agradecerles su servicio. Es un ejercicio precioso que dimensiona la importancia que tiene el otro y la magnitud del encuentro. Aun cuando sólo sea una vez y de paso. Aunque quizá nunca volvamos a ver a esa persona.

La fiesta de Magdalena

El Papa Francisco nos regaló una nueva manera de festejar a nuestra santa, cuando “tomó la decisión de establecer la fiesta litúrgica de María Magdalena en el contexto del Jubileo de la Misericordia, para subrayar la relevancia de esta mujer que mostró un gran amor a Cristo”, según explica el texto de Vatican News. A 9 años de esta nueva manera de honrarla, aún hay poco conocimiento o se le presta poco valor a su día.

Todavía estaba oscuro y ella sólo sentía la necesidad de ir a ungir a su Raboní, a su maestro, a su amor. Despuntando el amanecer “del primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a visitar el sepulcro”, dice Mateo (28. 1).

Siguiendo el texto de Vatican News, Magdalena “fue la primera “testis divinae misericordiae” (testigo de la divina misericordia), como recuerda San Gregorio”.  Y agrega, “así, ella tiene el honor de ser la primera testigo de la Resurrección del Señor, la primera en ver el sepulcro vacío y comprobar la verdad de su Resurrección”.

Muchos son los amaneceres que Dios regaló y sigue regalando a la humanidad toda, más ninguno como este en que Jesús les dijo a las mujeres: «No teman; avisen a mis hermanos que vayan a Galilea, y allí me verán».

Desde entonces, hay una mujer que nos acompaña para no dejarnos –nunca más– sumidos en la tristeza, ni ser esclavos de la desesperación, ni quedarnos en las angustias ni en los miedos paralizantes.

Magdalena es el nombre de la esperanza cotidiana, de las verdades invariables y de una fe sin medida, cimentada en el Amor que sostuvo en carne y hueso. En ese verdadero hombre amado, fue la primera en ver al verdadero Dios.

Pedir su intercesión a esta santa amada –maestra de un amor único– es asegurarnos un pedazo de cielo cotidiano, que amplía las resurrecciones de quienes podamos acompañar a saberse más amados por Jesús.

Magdalena es una fiesta en cada mujer y en cada hombre que es capaz de vaciar los sepulcros para llenarlos de resurrección.