En las entrañas de Europa, en la huerta murciana de Torre Pacheco (96 nacionalidades diferentes, tanto de la Unión Europea como de no comunitarios), se ha encendido una llama que arde con el viejo fuego del miedo y la exclusión. Un anciano agredido, una comunidad herida, una juventud desencantada y, tras ellos, la sombra de un relato que ya hemos escuchado demasiadas veces: “Nos invaden”, “nos quitan el trabajo”, “traen violencia”… El eco de estos mitos recorre las calles con la velocidad del odio, azuzado por las redes sociales y los grupos que, bajo el disfraz de justicia, siembran venganza. Mientras, otra mucha gente de esa localidad murciana trabaja a favor de iniciar procesos de esperanza por otro mundo posible: me apunto con ellos.
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La tensión parece hacerse más visible aún con las segundas generaciones: jóvenes nacidos o criados en España, pero atrapados, al parecer, en una convivencia pacífica pero distante. Allí, la integración real se ve obstaculizada por relaciones limitadas fuera del ámbito escolar o sanitario, creando una brecha que duele.
Pero lo que está ocurriendo ahora no es solo un episodio de crónica negra. Es el espejo de una cierta Europa rota, de esa España que olvida, cada tanto, el alma que la sostiene. La violencia no nació con los agresores ni con los disturbios. Nació antes, por la indiferencia, la segregación silenciosa de los barrios, los guetos invisibles donde se encierra a los otros. La sostenibilidad de la vida (en este caso, en las ciudades) pasa, además de por la reducción de la pobreza y la desigualdad, por el encuentro y el reconocimiento de unos para con los otros con viajes de relación de ida y vuelta.
Los datos oficiales no respaldan la idea de que la inmigración aumente la delincuencia. Además, las personas migrantes ocupan en gran medida empleos que sostienen sectores clave como la agricultura, el cuidado y los servicios, sin desplazar a trabajadores locales. Cáritas ha pedido recientemente que impulsen la regularización legal que cumple con los derechos humanos y con la Constitución. Regularizar no es dar privilegios: es reconocer la realidad y hacer justicia.
Pedagogía del rostro
Nos falta ese encuentro. Nos sobran los muros. Como advertía el papa Francisco, todos los muros caen, pero antes dejan cicatrices. Es urgente volver a una pedagogía del rostro, mirar al otro no como amenaza, sino como revelación. El otro no es un extraño; nuestra historia está tejida junto a él. Formamos parte de una historia compartida. Su herida es la nuestra; su exclusión, nuestra fractura.
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