David Jasso
Provicario episcopal de Pastoral de la Arquidiócesis de Monterrey (México)

Que no me acostumbre a las lágrimas de los otros


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Un nudo en la garganta. Eso sentí en Chihuahua, México, donde fui testigo de una reunión que se llevó a cabo con madres y familias buscadoras que no descansan hasta hallar un rastro de sus hijos y seres queridos. Estuve también con agentes de pastoral que acompañan a personas desplazadas principalmente por la violencia en esa región del país.



Vi lágrimas contenidas, gestos de coraje, oraciones que salen desde el fondo de la herida. Escuché silencios más elocuentes que muchos discursos, y no pude evitar pensar: ¿qué hacemos como Iglesia ante estos clamores? ¿Qué hacemos cuando la tierra se les ha removido a los hermanos… y la fe parece desvanecerse junto con el hogar perdido?

No caben las estadísticas. Cada historia que escuché en Chihuahua tiene nombre, rostro, y un contexto que no cabe en los informes. Como dijo el papa Francisco: “Los migrantes forzados representan la carne sufriente de Cristo. No son números, son personas”. Migrar debería ser una decisión libre, pero muchas veces no lo es, porque cuando se huye por miedo, no se elige, se sobrevive.

El Proyecto Global de Pastoral de los obispos mexicanos nos llama a mirar esas realidades desde la fe, y a responder con una opción clara: “Sanar las relaciones básicas de la persona” (PGP No. 21) – familia, comunidad, sentido de pertenencia-, allí donde la violencia, el abandono o el desplazamiento han roto los vínculos más profundos.

Madre buscadora en México

Madre ‘buscadora’ en México. Foto: EFE

En el encuentro con los agentes que acompañan a desplazados, confirmé lo que vengo diciendo también en el trabajo con jóvenes: la comunidad es un lugar teológico, es allí donde el Evangelio puede hacerse carne. Quien ha tenido que dejarlo todo no necesita solo comida o techo, necesita una comunidad que le devuelva su dignidad, una parroquia que no lo vea como un ‘caso’, sino como un hermano, una Iglesia que no lo escuche con prisa, sino que lo mire con ternura.

Las madres y familias buscadoras, por su parte, nos enseñan una fe tenaz. No es una fe de estribillos, es la fe de quien sigue confiando aunque no vea, de quien ha puesto su esperanza en el Dios que camina con los que lloran. Y nosotros, ¿nos atrevemos a caminar con ellos?

A veces nos acostumbramos a hablar de migrantes, desplazados, desaparecidos… como si fueran conceptos. Pero no lo son. Son personas que cargan una cruz todos los días. Como Iglesia no podemos mirar hacia otro lado. Estamos llamados a cargar esa cruz con ellos, no como héroes, sino como compañeros.

Como dijo el papa Francisco: “el encuentro con el migrante, como con cada hermano y hermana necesitados, es también un encuentro con Cristo. Nos lo dijo Él mismo. Es Él quien llama a nuestra puerta hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo y encarcelado, pidiendo que lo encontremos y ayudemos”. A eso podríamos añadir: también puede ser el momento en que el Evangelio vuelva a tocarnos el corazón.

Lo que vi esta semana:

Una madre abrazando la foto con el nombre de su hijo. Un silencio que dolía, pero que también oraba.

La palabra que me sostiene:

“Porque fui forastero, y me acogiste”. (Mateo 25, 35)

En voz baja:

Señor, que no me acostumbre a las lágrimas de los otros. Hazme compañero de camino para los que ya no tienen suelo firme.