La Iglesia no es una democracia. Sin embargo, en su doctrina social se promueve el sistema democrático como el más factible. Como nos recordaba Juan Pablo II en el número 46 de ‘Centesimus annus’: “La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica“.
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Pero, para que esto se realice, el papa Francisco recalcó que es necesario que los gobernantes no se perpetúen, ni sean una especie de clase elitista endogámica. Por otra parte, se recuerda que la democracia está condicionada a ser sustentada en un Estado de derecho donde debe primar la ley que protege los derechos fundamentales de los ciudadanos expresados en la Declaración de Derechos del Hombre y se precisa en cada Carta Magna fundante del mismo Estado. Así, se procura con garantías la separación de poderes, el reconocimiento de la dignidad propia de la naturaleza humana que se concreta en el respeto por la categoría de persona; tanto en su individualidad irreductible como en su naturaleza política, que se desarrolla a partir de estructuras de participación y de corresponsabilidad, lo que creo que va unido a una creación y maduración de la llamada “sociedad civil”, necesitada de educación, práctica de diálogo y de debate sincero.
Pero actualmente, y cada vez más, se habla de la crisis de la democracia, de un sistema al que se critica por su inoperancia y por el abismo político, social y económico al que las sociedades democráticas se van asomando. Entonces, aparecen preguntas acuciantes, que por otra parte no son nuevas: ¿tendrá razón el jurista C. Schmitt cuando describió las democracias parlamentarias liberales como cajas de grillos, o verdaderos circos, donde todos saben de antemano su papel y donde el sistema verdaderamente partitocrático llega a ahogar la supuesta democracia? Leer sus descripciones de lo que son las sesiones de un parlamento democrático nos sigue sorprendiendo y aún más si conociéramos su inicial militancia en el partido de Hitler, del que fue ministro, aunque posteriormente cayera en desgracia dentro del partido nazi.
Sin embargo, su propuesta constitucional no nos convence y nos recuerda a los fascismos pasados, pero también a los populismos actuales, tanto de derechas como de izquierdas. Sin embargo, el pensamiento político de la Iglesia, siempre teológico, nos da unas pistas muy interesantes a tener en cuenta y a no olvidar: por ejemplo, la diferencia entre autoridad y potestad, el origen divino del poder que, desde el pensamiento católico de Tomás de Aquino y la Escuela de Salamanca, se encuentra en el pueblo, de modo que los gobernantes son representantes, doctrina que llega a su máxima expresión en la formulación de la soberanía popular defendida por Martín de Azpilicueta delante del emperador Carlos V y que algunos de nuestros políticos olvidan cuando afirman eso mismo del Parlamento, cuando este solo es el lugar de la representación.
Dos totalitarismos
Por eso, creo que tenía razón el historiador Christopher Dawson cuando, al finalizar el primer tercio del siglo pasado, afirmaba que el siglo XX nos había traído la experiencia de dos clases de totalitarismos. Por un lado, los totalitarismos duros del comunismo y del nacionalsocialismo y, con ellos, verdaderos crímenes contra la humanidad. Pero, por otro lado, el pensador inglés detectó el totalitarismo suave del Estado de bienestar moderno, que tiene en común con los primeros el querer imitar las pretensiones totalizantes de la religión, inmiscuyéndose en lo público y en lo privado de la vida de sus ciudadanos, empujando paradójicamente al cristianismo a ser la última defensa de la democracia y del pluralismo, afirmando –con palabras del teólogo Karl Barth– que “la teología y la Iglesia son las fronteras naturales de todo, incluso del Estado totalitario”.