Fernando Vidal, sociólogo, bloguero A su imagen
Director de la Cátedra Amoris Laetitia

Diario del coronavirus 22: nadie debe morir solo


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En este tiempo en que nos vienen múltiples noticias de personas fallecidas –algunos familiares, muchos conocidos, cada día historias que nos asombran–, tenemos que parar. No podemos seguir trabajando como si no pasara nada. No es bueno llenar todo el día con la hiperactividad de las videoconferencias. Hay que dejar tiempo al duelo de cada día, a bajar de la bicicleta de la vida y, aunque no conozcamos tantas historias, mirar, aunque sea de lejos, desde nuestras pantallas, y mostrar respeto, dejar que nombres e historias entren en nuestro corazón. Bajemos el ritmo de teletrabajo: tenemos que darnos tiempo para el duelo colectivo y personal. No podemos seguir pedaleando como si nada mientras tanta gente cae a nuestro alrededor.



El Hombre Yacente de Wuhan

El fotoperiodista Héctor Retamal creó la primera gran imagen global sobre el coronavirus, la del cadáver de un hombre de unos sesenta años tendido en la calle solitario, ante el cual pasaba la gente sin acercarse por miedo al contagio. Incluso un hombre circula en bicicleta sin detenerse, aparentemente centrado en sus cosas. A todos nos sobrecogió el abandono de esa persona y las duras circunstancias que tuvo que sufrir para finalmente fallecer en la calle. Al yacer boca arriba, podemos ver su rostro, aunque lleva mascarilla, y eso lo expone más a la mirada de todos, no puede ni siquiera proteger quién es. Sus familiares, amigos y vecinos lo habrán reconocido sin lugar a confusión. La vida del Hombre de Wuhan estaba ya cerrada, igual que la tienda de muebles ante la cual estaba tirado sobre el pavimento. Ahí permaneció varias horas hasta que se lo llevaron. Nadie se acercó a él, todos sabían que era peligroso. Parecía un caso excepcional, pero pronto averiguamos que esta pandemia nos traería otro dolor añadido: el peligro de morir solo.

Los periodistas de AFP habían localizado a aquella persona muerta antes que los servicios de emergencia, apenas a una manzana de uno de los hospitales, el número 6 de Wuhan. Era el 30 de enero de 2020 y el coronavirus ya se había cobrado 160 vidas en Wuhan, 213 en todo el mundo. Dos meses después, las víctimas en el mundo ya ascendían a 33.600.

Nadie debía morir solo

El fotógrafo chileno Héctor Retamal, de 44 años, había cubierto previamente la epidemia de cólera que castigó Haití o el rescate de los 33 mineros de Chile. Junto con otros dos compañeros, tomó uno de los últimos aviones que entró en Wuhan, epicentro donde comenzaba la pandemia que ha desatado la mayor crisis global desde la II Guerra Mundial. Durante ocho días salieron con sus mascarillas por las calles vacías de Wuhan buscando narrar la vida real de sus habitantes bajo el virus. El último día su compañero Leo Ramírez le llamó para que acudiera a 50 metros del Hospital 6. Héctor tomó una bicicleta y corrió. Allí estaba aquel hombre en la calle.

La serie de fotografías que hizo Retamal muestra cómo enseguida la zona fue rodeada poco después de personal sanitario y de seguridad para el tratamiento del cuerpo, pero algunas de las fotos muestran el extremo aislamiento de ese hombre respecto al resto del mundo, en una ciudad que tiene once millones de habitantes.

Todos los peatones y vecinos que pasaban eran conscientes del gran riesgo de transmisión del virus, así que nadie se atrevía a estar cerca. Un cuerpo que el coronavirus ha matado es un gran foco de contagio. De ello saben bien quienes en este tiempo se dedican al tratamiento de los cuerpos, su entierro e incineración. Desde el comienzo de la cuarentena se han prohibido los velatorios. En Madrid, 102 del medio millar de trabajadores de la funeraria municipal, ya están contagiados por el coronavirus.

Los profesionales que vienen a rescatar el cadáver llegan enfundados en sus trajes especiales, blancos y desinfectados, que les cubren todo menos el rostro, en el que llevan una mascarilla y gafas de protección. Las manos con guantes azules y calzan altas botas negras de goma. Varios de ellos llegan con aspersores desinfectantes que esparcen por todo el entorno para eliminar los restos virales que hayan podido derramarse en esos últimos pasos del hombre. Ser tratado por personas sin rostro, sin tacto de piel, sin una última caricia en el brazo, sin tomar la mano del otro, acentúa la soledad, pero no puede ser de otro modo, hay que frenar las transmisiones.

El hombre parece haber muerto queriendo mostrar su cuerpo con la mayor dignidad. Su cuerpo está sereno y estirado, sus brazos pegados a los costados del cuerpo. Parece que se hubiera tumbado y apagado por sí mismo. A todas luces aquel hombre había muerto solo, pero consciente de que su cuerpo sería encontrado por decenas de personas, incluso en aquel Wuhan confinado.

La fotografía fue un aldabonazo. Expresó no solamente que el Covid-19 separaba a cientos de personas de sus seres queridos, sino que había un abandono social más intenso. El coronavirus no solo acababa con la vida, sino que deshumanizaba la propia muerte.

Hacer llegar el amor en el final

En cuanto llegó el virus a Europa comenzamos a ver todo el impacto de cerca. Uno de los lamentos más profundos es no poder acompañar a las personas en ese tramo final de su vida, tomarlas de la mano, llenarlas de todo nuestro amor ahora que su cuerpo se vacía de vida. No podemos formar comunidad a su alrededor para llenar de cariño y cercanía el hueco que deja de ausencia.

Los familiares y amigos buscan salvar esa distancia de las formas más diversas. Salvador se encontraba ingresado en el Hospital Clínico de Valencia por coronavirus y no pudo participar en el entierro y funeral de su padre. La familia grabó para él algunas escenas del entierro, en el que estaban solo un hermano, su hija y sus nietas. El capellán del hospital le comunicó a Salvador que la familia había enviado esa grabación y le preguntó si quería verlas. Salvador aceptó: “Sí, quiero despedirme de mi padre”.

Ayer se ha hecho público que en Estrasburgo ha fallecido Rafael Gómez Nieto, el último superviviente de la famosa Compañía 9 que, integrada por 146 soldados republicanos españoles, fue la primera en entrar en París en su liberación de la ocupación nazi. Entraron en la Ciudad de las Luces encabezados por un vehículo semioruga bautizado con un nombre emblemático: Guernica. Pese a sus 99 años gozaba de buena salud, vivía solo y aún conducía. El coronavirus lo llevó a un hospital, donde falleció.

Si el coronavirus es la mayor crisis global desde la II Guerra Mundial –como afirmó ayer el secretario general de la ONU–, entonces Rafael Gómez Nieto conecta ambos momentos de un modo especial. La Compañía 9 que encabezó la liberación de París, llegó hasta la gran pandemia de 2020.

China coronavirus

Ante la imposibilidad de ir a visitarlo, sus hijos y familiares le escribieron una carta donde le expresaban todo lo último que querían decirle. Una enfermera se la leyó a Rafael antes de morir. Otra familia en Estados Unidos grabó un video a su familiar enfermo, sabiendo que estaba en sus últimas horas de vida. Situaciones muy duras, pero donde lo humano busca saltar por encima de la muerte, hacer que el amor atraviese todas las cortinas, plásticos y pantallas para unirnos y prometer que podemos morir, pero el vínculo no se romperá.

Si ya se ha hecho frecuente que personas aparezcan muertas en sus casas donde vivían solas, el número de casos se ha multiplicado por el coronavirus. Aislado cada uno en su casa, nadie echa de menso a los vecinos conocidos en las tiendas. Poca gente circula por las calles, escaleras y rellanos y detecta el duro olor. El coronavirus nos hace morir más solos. Nadie debía morir solo.

Enfermeras, auxiliares sanitarios y médicos han lanzado mensajes por radio, redes y televisiones para tranquilizar a los familiares: nadie muere solo. Hacen todo lo posible e imposible para que nadie esté solo, menos todavía que se sientan aislados y abandonados en el final de la vida. Una enfermera de preciosos ojos azules publicaba ayer una fotografía en la que señalaba cómo había dibujado sobre su máscara de protección un emoticono sonriendo y escrito un mensaje: “Hola, soy su enfermera: AZAHARA”. Mascarillas, gafas, protectores y trajes impiden que se reconozca al otro. Azahara buscó el modo de ser alguien concreto para el enfermo, de mostrar que somos plenamente humanos.

Aquel Hombre de Wuhan sigue en nuestra retina como una advertencia. Incluso aunque se esté ante el final de una vida, precisamente en ese momento el respeto y cuidado personal debe ser todavía mayor. Nadie debe ser descartado de la humanidad. Puede que la medicina no pueda hacer nada, pero el amor aún lo puede hacer todo.

También nosotros tenemos que parar, mostrar respeto. Estamos en un velatorio colectivo, cada uno desde su pantalla. Cada día tiene su parte de duelo por los ya más de tres mil personas que mueren cada día en el mundo, por los muchos que mueren cada día en nuestros países: mil en Italia, 900 en España…. Tenemos que frenar nuestro trabajo diario de tareas que podamos desplazar unas semanas, para que cada persona pueda tener tiempo psicológico y real para ese duelo lento por tanta gente. Nadie debería estar como el Hombre Yacente de Wuhan y, menos todavía, nadie debería pasar rápido e indiferente como el de la fotografía de Héctor Retamal.

Parábola de los dos ciclistas

En otra fotografía de la secuencia –también existe video de la escena–, encontramos una vecina que sí ha parado su bicicleta. A una distancia prudencial, se ha detenido, mira lo que ocurre y a los profesionales operando alrededor. Queremos pensar que la ha parado su conmoción al ver a un ser humano en esas condiciones. Es una chica joven, también protegida por su mascarilla verde, que viene de hacer la compra. En sendas fotos de ciclistas se expresan dos actitudes completamente distintas. En una, el ciclista viene de hacer su compra y pasa, con gesto indiferente, ante aquel cuerpo que le podría contagiar. Con toda probabilidad lo ha visto, pero ni siquiera se detiene a mostrar su respeto, o a mirar curioso. La muerte del otro no le para. La chica, en cambio, no puede hacer nada por ese hombre y tendrá el mismo pánico que el hombre que no para, pero frena, baja de su bicicleta y quizás por respeto o incluso por curiosidad, atiende a lo que está ocurriendo y toma conciencia de que es un ser humano al final de su vida. Tiene forma de parábola evangélica. Podía rezar como sigue.

“En medio de una crisis de pandemia que estaba multiplicando los muertos por toda la ciudad, una persona mayor yacía muerta, tendida en la calle frente a una tienda cerrada y vacía. Todo el mundo tenía miedo al contagio, nadie se podía acercar. Un hombre pasó con su bicicleta y vio el cuerpo solo y abandonado en la calle de aquella populosa ciudad. Venía de hacer la compra. No paró. Ni siquiera giró su rostro para contemplar a aquel señor mayor, quien podría ser alguien conocido. -A fin de cuentas -pensó-, ya no se puede hacer nada, está muerto, me puedo contagiar-. Instantes después pasó una joven. El cuerpo ya estaba rodeado de personal sanitario que planeaban cómo llevárselo y desinfectaban la zona. Frenó, paró, bajó de su bicicleta y se quedó mirando el final de aquel hombre. Sintió piedad y le conmovió cómo movían el cuerpo y se lo llevaban, preocupada de que lo trataran con respeto. Nada podía hacer salvo sentir, pensar en ese hombre, solidarizarse con él y su familia, mostrar un gesto de reconocimiento, rezar, encomendarle a Dios, hacer de esa situación un último mensaje sobre la vida que nos hacía llegar con su propio cuerpo allí. Ella no lo conocía, pero sabía que cualquier vida humana, incluso muerta, precisamente en esa condición, merece que nos paremos ante ella y nos sintamos tan humanos, tan hermanos. Al llegar ambos a casa les señalaron la imagen en televisión. El primero comentó: sí, era un hombre. Ella comentó ante la misma imagen: sí, era él”.

La crónica de Héctor Retamal cuenta que el cuerpo del Hombre Yacente de Wuhan fue cubierto cuidadosamente con una manta azul por un médico. Ese cuidado y respeto, es un potente mensaje sobre el valor de cada persona incluso al final. Todos necesitamos, al menos, una manta azul. Dispongamos desde casa las mantas azules de nuestro reconocimiento, nuestro deseo, nuestra oración.