Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Contagiarse de los artistas de las fallas


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En plena semana fallera en Valencia, no tengo ningún reparo en hacer confesión pública de mi más profunda ignorancia en relación a este tema. Eso sí, ya he comprendido algunas cuestiones importantes por tener amigos valencianos. Una de ellas es que no se puede llamar “paella” a cualquier “arroz con cosas”. Otra es que la pólvora no puede faltar en ninguna fiesta. Es un elemento tan fundamental que se hace necesario familiarizar a los niños con su olor y su sonido con pequeños petardos adaptados a su edad.

Como sucede con las tradiciones propias de cualquier lugar, también las fallas tienen una “liturgia” propia, de modo que seremos siempre profanos en ella quienes no la hemos integrado en nuestra existencia por ósmosis desde la más tierna infancia. Se hace realmente complicado llegar a sentir el peso afectivo y la densidad existencial que adquieren este tipo de vivencias para quienes se han criado bajo su amparo. Con todo y a pesar de mi más profunda ignorancia, me llama muchísimo la atención el contraste entre el inmenso esfuerzo que supone construir y plantar una falla… y lo efímera que es su duración.

Fallas Valencia

En cuanto terminan las fiestas, los maestros falleros ya están pensando y preparando la obra que presentarán el año siguiente. Aun sabiendo que lo más probable es que el fruto de tanto trabajo y energía sea pasto de las llamas, esto no les roba el deseo y el entusiasmo de hacer algo hermoso. La pasión por lo que hacen les impulsa a no reservar energías ni a calcular esfuerzos con tal de construir algo soberbio, aunque sea fugaz. Quizá sin saberlo, estas personas convierten en el lema de sus vidas aquello que decía Dostoievski: “La belleza salvará al mundo”.

Ojalá se nos contagiara un poco lo que viven estos artistas de las fallas, para que, apasionados por lo que tenemos entre manos, no midamos fuerzas con tal de aportar algo de hermosura a la vida y al mundo que nos rodea. Aunque el fuego de lo rastrero parezca devorarlo sin piedad, lo bello solo es perecedero en apariencia, pues todo lo hermoso nos acerca al corazón de Dios.