Victoria Díez


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Por las escaleras centrales del proscenio bajaba Raquel Vicente, la actriz, emocionada por los aplausos enfebrecidos del público. Y nos fundimos en un cálido abrazo de complacencia ante la obra bien hecha. Era un monólogo, nada fácil de interpretar en sus matices, donde el repaso de su existencia, su experiencia de fe y los acontecimientos del momento, se entrelazaban en un tejido agónico en las últimas horas de la vida de una persona. Una maestra de la escuela pública de Hormachuelos en Córdoba, con tan solo 33 años, como Cristo, en aquel duro agosto de 1936. Desde el primer instante, desde las primeras palabras dejamos de ver a Raquel para descubrir a Victoria.

El director, Diego Collados, supo impregnar de minimalismo la escena. Menos es suficiente: una sencilla cama de hierro y una silla. Esa fue la celda, en una casa de aquel pueblo donde fue retenida. Y ese fue el único entramado escénico, en medio de un espacio tan negro y vacío como podía ser la vida, precipitada ya a la muerte, de aquella mujer, en aquel trágico momento de nuestra historia. Al final, trató con sumo cuidado un acto tan cruel como puede ser un fusilamiento. El otro personaje, el joven que le disparó, mudo, inmerso en una frenética danza contemporánea, preparó el momento del disparo, que dirigió al público, convirtiendo al respetable en juez y parte. En ese gesto pudimos contemplar la historia de los enfrentamientos fraternos con la templanza necesaria para evitar que se repitan.

Luis Arturo Giménez, el autor del impecable guión dramático, ha sabido meternos en el corazón de esa joven maestra y sintonizar, en su agonía, con nuestra propia vida. Las preguntas esenciales de cada persona, aquellas que alguna vez nos hemos hecho, fueron desgranándose, como las cuentas de un rosario, en poco más de una hora de emociones interiores. Cada uno de los que abarrotábamos el patio de butacas, y los palcos, fuimos viviendo con Vitoria aquel Getsemaní, aquella lucha interna necesaria, para entregarnos en las manos del Amado. Nada sobraba. Todo tenía la precisión de relojería para conducirnos por los latidos acompasados del corazón de aquella mujer.

Cien años ha cumplido la Institución Teresiana en nuestra ciudad de Teruel, la octava fundación de San Pedro Poveda, en los primeros ocho años de aquellas Academias que establecieron y forjaron mujeres intrépidas, pioneras en la promoción de la mujer. Mujeres creyentes con una nueva pedagogía de la que han bebido más tarde otras asociaciones. Comenzaron como el grano de mostaza con tan solo siete alumnas, pero a los cinco años habían dado la posibilidad para que muchas niñas de nuestros pueblos y de la ciudad pudieran estudiar para el enriquecimiento de todos. El día de la función, las autoridades y las personas de Teruel que abarrotaron el teatro, supimos agradecer con nuestra presencia el bien que nos han hecho.

¡Ánimo y adelante!