Ana María Palomino, vicepresidenta de la REPAM
Hasta un agnóstico o ateo no tendría más remedio que reconocer que Dios (exista o no) habita en Ana María Palomino Corzo. Habla de Él con tanta pasión que contagia. Y más cuando la conversación con ella transcurre en la capilla de la sede central de Manos Unidas en Madrid. Sentados en unas sillitas de madera, a los pies del sagrario. En medio de un ritmo frenético de trabajo, concede a Vida Nueva el dejarse ‘secuestrar’ por unos minutos para una breve charla.
Se pueden decir muchas cosas de esta peruana que lleva 36 años en las Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena, conocidas como las religiosas de la Madre Laura, por la colombiana Laura Montoya, que fundó la congregación en 1914. La primera es que encarna a un Dios amazónico e indígena, siendo una más entre los muchos pueblos originarios a los que ha acompañado en Colombia y, ahora, en su Perú natal. Lo segundo es lo mucho que impacta su voz, que, en ese espacio íntimo, pese a emitirse con susurros, no esconde una alegría del alma que lo embarga todo.
La tercera es que no se le nota el cansancio. Y eso que vive en un vértigo constante. De hecho, estaba a días de iniciar su mandato [tomó posesión del mismo el 27 de noviembre] como una de las cuatro vicepresidentas de la Red Eclesial Panamazónica (REPAM), ostentando las demás otro religioso (Julio Caldeira), un obispo (Evaristo Spengler) y una laica indígena (Carol Jeri).
Además, llega de Belém (Brasil), tras participar en la COP30, la Cumbre del Clima de la ONU. Está de paso en nuestro país apenas dos días para acompañar a una delegación del Núcleo de Derechos Humanos de la REPAM. Apoyada por Cáritas Española y Manos Unidas, se han encontrado con la Plataforma por Empresas Responsables (PER), la Coordinadora de ONG de Desarrollo, Enlázate por la Justicia o el Instituto Español de Misiones Extranjeras (IEME). Y, desde aquí, viajarán a Ginebra, para participar en el 14º Foro de las Naciones Unidas sobre Empresas y Derechos Humanos…
PREGUNTA.- Empecemos por Belém. ¿Qué se ha encontrado en la COP30?
RESPUESTA.- No estuve en la Zona Azul, donde iban los poderosos, sino en la Zona Verde, donde acudían los empresarios a dárselas de buenos… Por suerte, también pude participar en la Cumbre de los Pueblos y en Tapirú, un encuentro por la justicia climática con representantes todas las religiones. Ahí me topé con la cumbre que no ignora que de la crisis hemos pasado al caos, a un punto de no retorno.
Me fortificó comprobar cómo somos muchos los que estamos con la defensa de la vida y la humanidad. Además de que me maravilló ver cómo los indígenas iban con su artesanía, su arte, su cultura, su cosmovisión… Y también estaban presentes las mujeres. Y los niños y los jóvenes, que le entregaron al presidente de la COP una Carta Política. Este les reconoció que esa era “la verdadera COP”, pero luego no se comprometió a nada concreto. Así que noté la indignación de muchos. Y es que ya estamos cansados de que se ignore que el núcleo del problema está en el extractivismo, en el ansia de poder y tener. Los poderosos no piensan en nadie, ni en sus hijos, pues son el presente y el futuro los que están en riesgo.
Mi esperanza está en la base, en los procesos locales y sencillos, en las semillas de fraternidad que se labran entre las distintas comunidades. Todos reiteramos que la clave está en articular redes locales cada vez más fuertes, y en que ese movimiento se vaya extendiendo. Hemos de gestar y proteger la vida entre nosotros, en la base.
P.- Al acompañar diferentes proyectos en la pastoral indígena, en varios espacios amazónicos, conoce muy bien su sufrimiento…
R.- Así es. Sé, por ejemplo, cómo sufren unos calores asfixiantes porque intereses ajenos a ellos han devastado su ecosistema. Y sé cómo pasan un hambre voraz que a veces les obliga a tener que salir de su hogar para lograr algo de comida y sobrevivir. Incluso los llamados ‘humanos no contactados’, que son los pueblos que sufrieron todo un genocidio por el caucho amazónico, que huyeron para salvar su vida, ahora deben salir. Están desesperados y a veces entran en conflictos con otros pueblos indígenas por ir a sus territorios.
P.- Usted también padece por defender a los más vulnerables…
R.- Sí, por levantar la voz frente a los megaproyectos, me han amenazado y calumniado. Han llegado a decir que iban a poner bombas en mi comunidad. En un momento crítico, el párroco me pidió retroceder. Y yo me negué, pues vamos con la verdad por delante. Pero sí, fue un momento duro… También, estando en San Lorenzo, en el Marañón, denuncié que habían violado a unas estudiantes en el centro en el que daba clase. Y clamé contra la corrupción presente. Los alumnos me avisaron del riesgo que corría. Fue difícil, pero mantuve la fuerza para salir adelante.
P.- Acepta el alto precio por defender la vida.
R.- Tanto en Colombia como en Perú he estado en zonas donde operaban las guerrillas y los paramilitares. A veces costaba, pero siempre he tenido claro que hay que trabajar con las organizaciones locales, con sus luces y sus sombras. Pero sobre todo me quedo con el testimonio de líderes indígenas con un compromiso impresionante. Solo en Perú, 40 de ellos han sido asesinados. Y aquí elevo la voz: ¿quién piensa en las viudas y en los huérfanos que dejan?
De ellos me fascina su autoridad. Se saben los legítimos dueños de su tierra y, por eso, salen de guardia por la noche, para proteger su hogar, con su bastón de mando como ‘arma’. Frente a ellos hay mafias que van con escopetas de doble alcance. Esa es la diferencia.
P.- ¿De dónde brota su vocación?
R.- De mi familia. Mis padres, cuando les dije que quería ser religiosa, no lo entendieron, pues dejaba la carrera de Biología Química. Mi padre calló y mi madre dijo: “¿Por qué nos haces esto?”. Yo le respondí: “Vosotros me lo habéis enseñado”. Fue su ejemplo. Mi padre, que era policía, si detenía a alguien, antes le llevaba a casa y le daba de comer. Y, por el camino, le aconsejaba para que recondujera su vida. También influyó mucho mi parroquia, en Lima, donde era catequista y voluntaria con mujeres que trabajaban limpiando casas y a las que daba clases por la noche. Sus historias, sus luchas, me marcaron.
Además, cuando estaba en pleno discernimiento, un sueño me impactó: estaba en una fiesta, bailando (me encanta la salsa). De pronto, estalló una bomba y todos desaparecieron. Estaba sola, hasta que apareció una niña negra y me preguntó: “¿Sabes lo que pasa fuera?”. Me asomé a la ventana y no veía nada. Estaba todo oscuro, hasta que poco a poco se iba viendo. Frente a mí, descubrí una montaña llena de cruces. Veía los rostros de los crucificados. Para mí, ese fue el encuentro con el Cristo sediento de la Madre Laura. Sentí cómo Dios me guiaba hasta Él. Y esa es la alegría que siento al trabajar incansablemente por todos.
Fotos: Jesús G. Feria / Vida Nueva.