El secretario de Estado subraya en Roma los desafíos éticos de la IA en la salud: “Una máquina puede ofrecer un diagnóstico, pero no una palabra de consuelo”
Pietro Parolin durante su visita al Líbano en 2024
El cardenal Pietro Parolin, secretario de Estado del Vaticano, alertó ayer sobre los riesgos de una inteligencia artificial sin ética ni límites humanos. En una lectio magistralis pronunciada en el Istituto Superiore di Sanità, con motivo de la inauguración del nuevo Centro de estudio y desarrollo de la Inteligencia Artificial, el purpurado definió la IA como “un horizonte cargado de promesas, pero también un cruce de caminos”: entre una tecnología “orientada a la eficiencia deshumana, que termina descartando a los más débiles”, y otra “iluminada por la ética y al servicio del bien integral de toda persona”.
Parolin recordó que “la Santa Sede, fiel a su misión, seguirá trabajando en diálogo con todos los hombres y mujeres de buena voluntad para que la tecnología permanezca en su justo lugar: un medio, no un fin”. La inteligencia artificial, añadió, “interpela al ser humano en su dignidad, una dignidad que ninguna máquina podrá jamás replicar o sustituir”.
El cardenal destacó las enormes posibilidades que la IA ofrece en el ámbito sanitario: desde la lectura precisa de radiografías, la creación de nuevos fármacos o la personalización de terapias oncológicas, hasta la optimización de recursos hospitalarios en regiones empobrecidas. “Esta es la inteligencia artificial que queremos: un instrumento poderoso al servicio de la vida, un aliado del ser humano en la lucha contra la enfermedad y el sufrimiento”, afirmó.
Pero junto a las luces, advirtió, hay sombras. “El primer peligro es la deshumanización de la atención médica”, dijo Parolin, aludiendo a la pérdida de la relación de confianza entre médico y paciente. “Un algoritmo puede ofrecer una diagnosis, pero no una palabra de consuelo”.
El secretario de Estado advirtió que el médico corre el riesgo de convertirse “de sabio clínico en simple supervisor de un proceso automatizado”. Y añadió: “Debemos luchar para que la tecnología siga siendo un apoyo a la decisión del médico, no un sustituto de su humanidad”.
Otro riesgo, señaló, es la “discriminación algorítmica”, cuando los sesgos presentes en los datos perpetúan desigualdades. “Así se corre el peligro de crear un verdadero ‘apartheid sanitario’”, denunció. También planteó la cuestión de la responsabilidad moral y jurídica en los errores de los sistemas automatizados: “La falta de claridad sobre este punto puede generar una irresponsabilidad sistémica, donde la víctima no encuentra justicia”.
En un mundo obsesionado por la eficacia, Parolin invitó a resistir la tentación de una “cultura del descarte”: “¿Qué valor asignará un algoritmo a la vida de un anciano, de un enfermo terminal o de un niño con una grave malformación? Para nosotros, cada vida tiene un valor infinito, que no depende de su utilidad ni de su perfección física. La dignidad humana viene antes de todo cálculo”.
“La Iglesia mira con admiración y prudencia el progreso científico y tecnológico”, explicó Parolin, “pero propone un gobierno humano de la tecnología”, basado en el diálogo entre científicos, filósofos, teólogos y responsables políticos.
“La verdadera plataforma que permitirá a la inteligencia artificial dar frutos para el bien del mundo no es una tecnología, sino el ser humano”, subrayó. “La decisión final, especialmente cuando está en juego la vida o la muerte, debe permanecer en manos de una persona capaz de unir datos y compasión, ciencia y sabiduría”.
En línea con la iniciativa Rome Call for AI Ethics, Parolin recordó los principios que deben guiar el desarrollo tecnológico: transparencia, inclusión, responsabilidad, imparcialidad, seguridad y respeto a la privacidad.
Al concluir, expresó la disponibilidad de la Santa Sede para colaborar con el nuevo centro de investigación, ofreciendo expertos que puedan contribuir a su labor. “El futuro de la inteligencia artificial dependerá de la inteligencia del corazón con la que sepamos gobernarla”, concluyó el cardenal, dejando claro que el desafío no es tecnológico, sino profundamente humano.