Es innegable que ‘Marcelino, pan y vino’ (1955), la película de Ladislao Vajda, fue uno de los grandes éxitos del cine español. Aún lo es setenta años después. Ahí sigue incluyéndose en la parrilla de televisiones de medio mundo, especialmente en Hispanoamérica, y continúa emocionando con la intimidad mística, con la inocencia y la caridad, con esa fe prístina, con la esperanza que transmite. El gran nombre, más allá de las fronteras, del cine religioso que se ha hecho en España.
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La popularidad del filme de Vajda acabó superando, con mucho, el relato que le dio origen: ‘Marcelino Pan y Vino (Cuento de padres a hijos)’, publicado en 1953 por José María Sánchez-Silva (Madrid, 1911-2002), sobresaliente autor de literatura infantil tras la posguerra. La obra literaria quizás “ya ha quedado trasnochada”, como sostiene Francisco Manuel Valiñas, profesor de Historia del Arte de la Universidad de Granada. La película, en cambio, sobrevive, “abrigada por el eterno poder de atracción de las imágenes y por la sencillez de su discurso”.
Sánchez-Silva firmó el guion junto al propio Vajda (Budapest, 1906–Barcelona, 1965), un judío húngaro afincado en España en 1942, que huía del nazismo y acabó siendo pieza fundamental en el desarrollo del cine español con casi una veintena de películas, hasta que en 1965 falleció durante el rodaje de ‘La dama de Beirut’, película en la que descubrió a Sara Montiel. Vajda introduce la romería, que le permite usar el ‘flashback’ con el que el fraile que interpreta Fernando Rey narra la historia del niño Marcelino, enterrado al pie de la capilla de un monasterio franciscano poco años después de la Guerra de la Independencia frente al francés.
Ternura y empatía
Marcelino muere “con dulzura y quietud mística”, como califica Pilar Pedraza. Y ese encuentro entre el niño y la divinidad en el desván del cenobio franciscano “entronca con la más rancia y pura tradición mística universal e hispánica”, destaca Valiñas. Esa tradición está también en el texto de Sánchez-Silva, ¿qué hace entonces especial a la película? Valiñas no tiene dudas: el despliegue cinematográfico que exhibe Vajda en “su búsqueda de un propósito catequético y de la sensibilidad, ternura y empatía por parte del espectador”.
El pequeño Marcelino, con fray Papilla, en un fotograma de la película ‘Marcelino, pan y vino’, de Ladislao Vajda
Ese ‘flashback’, los planos subjetivos, los panorámicos, con la escalera, con los frailes en el sencillo comedor (doce, por cierto, trece ya con el niño expósito), siempre con esa “pobreza franciscana”, como lo describió Fernando Méndez-Leite, como concepto estético delante de la cámara. Y Pablito Calvo, claro, el actor de 6 años, con sus primeros planos, su rostro luminoso y esa “mirada pura, poderosa, resplandeciente y extraordinariamente comunicativa”, que describe Valiñas, y al que “muchos consideran el principal responsable del éxito de una trama basada sobre todo en el humor y el sentimentalismo”, añade el profesor universitario.
Escenas milagrosas
Y en la luz, “los matices de la luz” –analiza también Valiñas–, tiene un papel fundamental la fotografía de Enrique Guerner, sobre todo en las escenas milagrosas: la conversación de Marcelino con ese Cristo crucificado guardado en el desván al que tiene prohibido acceder, el pan y el vino que comparten, el abrazo… “Dominan los tonos claros en un trasunto de la pureza espiritual, alcanzando el clímax en la muerte de Marcelino, entre un fondo fantasmagórico y la panorámica hacia el cielo”, continúa el profesor de la Universidad de Granada.
Estos contrastes están hondamente marcados en la versión cinematográfica, mucho más que en el texto original. El crítico José Luis Guarner llegó a afirmar que el filme es “un ejemplo muy puro de la estéril y masoquista espiritualidad oficial de la España de la época, un cuento para niños que parece un cilicio, hecho de clavos, espinas, dolor y muerte”.
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