En la obra ‘Quimio y Fe. El Milagro es la confianza’, recientemente publicado por Editorial Claretiana, el padre Jorge Oesterheld comparte su experiencia con la enfermedad ofreciendo una bocanada de aire fresco a quienes atraviesan el dolor y la incertidumbre.
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Oesterheld nació en Buenos Aires. Estudió filosofía en el Colegio Máximo de San Miguel, Buenos Aires, y Teología en la Facultad de Teología Santo Tomás de Aquino, en el convento de Santo Domingo (CABA). Es licenciado en Ciencias Políticas y Sociología de la Pontificia Universidad de Salamanca, y autor de varios libros, tanto propios como en colaboración y ha desarrollado una intensa labor pastoral en la diócesis de Morón, donde se desempeña, desde 2022, como vicario judicial.
Fue secretario ejecutivo de la comisión episcopal de Comunicación Social y director de la oficina de prensa y comunicación durante varios trienios. Fue vocero del Episcopado argentino durante más de 15 años, acompañando no solo al arzobispo de Santa Fe, José María Arancedo, sino también al cardenal Jorge Mario Bergoglio, a quien acompañó durante seis años. Actualmente, es párroco de Santiago Apóstol y San Carlos Borromeo en Haedo.
La enfermedad como oportunidad
El autor de “Quimio y Fe” invita a vivir una fe activa y responsable que explora el amor compartido y el misterio del sufrimiento. Su testimonio traza un camino de espiritualidad para ser leído con los ojos y, sobre todo, con el corazón y aporta bases para la escucha activa de los pacientes que fue silenciada durante siglos. Dialogó con Vida Nueva sobre esta experiencia.
PREGUNTA.- ¿Cómo fueron los comienzos del encuentro con la enfermedad y qué lo llevó a compartir todo el proceso con la publicación de este libro?
RESPUESTA.- La enfermedad fue apareciendo poco a poco y, como siempre, al principio uno no le da importancia. Como lo cuento en el libro, cuando finalmente vamos al médico y nos dice lo que no queríamos escuchar, vamos poco a poco asumiendo la realidad. La naturaleza es sabia y da a cada paso las fuerzas que necesitamos. Con confianza en Dios, paciencia, y con el afecto de quienes nos acompañan, se puede convertir la enfermedad en una oportunidad de crecimiento y transformación interior.
Como siempre escribo en el tiempo de la enfermedad también intenté seguir haciéndolo. Escribir me sirve para ordenarme y ponerle nombre a las cosas que voy viviendo, y eso fue especialmente necesario durante el tiempo de la quimioterapia. No siempre pude escribir, pero al menos fui guardando breves frases que anotaba en el teléfono. Durante la enfermedad no pensé en ningún momento en escribir un libro con lo que me estaba pasando pero a medida que me sentí mejor y pude reflexionar sobre lo vivido fue apareciendo un texto más completo.
Cuando lo compartí con algunos amigos ellos me animaron a publicarlo y especialmente me alentó la opinión de un médico oncólogo, el Dr. Ernesto Gil Deza, que escribió un excelente prólogo en el que él mismo explica la conveniencia de la publicación. También fue importante la opinión de un obispo amigo que tuvo la generosidad de leerlo y aportarme algunas observaciones.
P.- Ud. se refiere al silencio de manera insistente y especial, ¿qué pudo descubrir respecto del silencio? ¿Cuáles son las tentaciones de la enfermedad?
R.- La enfermedad nos obliga a estar mucho tiempo en silencio o en soledad, y en mi caso tanto ese silencio como esa soledad fueron buenos compañeros, con ellos aprendí muchas cosas. En el silencio se aprende a hablar de otra manera con Dios y también con nuestras limitaciones físicas, psicológicas o espirituales. En el silencio aprendemos a escuchar la vida y lo que ella tiene para decirnos. Gracias a esos silencios podemos ver nuestra vida, y la vida de quienes queremos, de una manera nueva. No sé cómo explicarlo, pero desde ese silencio todo se ve mejor, se ve con más claridad. Creo que eso ocurre porque se encuentra el sentido que tienen muchas cosas que uno habitualmente no tiene en cuenta.
En el silencio del hospital se escuchan las respuestas a muchas preguntas que uno siempre se hace, pero que nunca se contesta. Uno aprende a escuchar a Dios de una manera más profunda y más íntima. Pero no es necesario enfermarse, todos deberíamos aprender a tener momentos de silencio en nuestras vidas. Probablemente pude aprovechar los silencios a los que obliga la enfermedad porque antes había aprendido a incorporar tiempos de silencios en mi día a día. No siempre es fácil encontrar momentos para el silencio en medio de las múltiples actividades que tenemos, pero el mayor inconveniente no es la falta de tiempo, sino que en el silencio suelen aparecer recuerdos, miedos, añoranzas, y muchas cosas más en las que no queremos pensar. Por eso huimos del silencio. Como en la enfermedad no podemos huir, en ella el silencio se convierte en un buen amigo que nos ayuda a conocernos más y mejor.
Descubrir los deseos de Dios
P.- ¿Qué sucede con la oración y con el hablar con Dios en estos momentos de sufrimiento?
R.- Quizás lo más importante que me ocurrió durante la enfermedad fue que aprendí a rezar de otra manera ¡después de casi cincuenta años de sacerdocio! Aprendí que la oración que practicamos y enseñamos genera muchas veces en nuestro corazón más ansiedad que paz y serenidad. En lugar de un diálogo con Dios sobre lo que nos ocurre nos hemos acostumbrado a reducir nuestra oración a pedidos y hasta exigencias. Evidentemente podemos y debemos pedir ayuda y agradecer a Dios nuestro Padre, pero la relación con él no debería limitarse solamente a eso. La oración no debería ser un tiempo solo para presentar a Dios nuestros deseos sino para descubrir los suyos.
Aceptar la voluntad de Dios no es resignación, es descubrir que esa voluntad es lo mejor para nuestra vida. Pero ese aprendizaje no puede ser algo teórico que se apoye solo en frases aprendidas en el catecismo, necesita sostenerse sobre experiencias personales. En la enfermedad no sirven las frases piadosas, lo que sirve es el recuerdo de esos momentos que ya hemos tenido en nuestra vida y en los que hemos experimentado la protección y la cercanía de Dios. Esa experiencia de la proximidad de Dios y, además, la cercanía de las personas que nos quieren son el verdadero consuelo que nos da fuerzas.
Rezar sin palabras, sin saber qué pedir ni qué agradecer, puede convertirse en la mejor oración. En el capítulo 5 del libro recuerdo la escena de Moisés ante la zarza ardiente y la sensación que tuve en el hospital de descubrirme a mí mismo como el que arde sin consumirse.
Oraciones que son amor que espera amor más que soluciones. Oraciones llenas de esperanza y vacías de intereses, expectativas o curiosidades. La esperanza espera todo, pero no tiene planes, solamente espera. Lo que la esperanza no hace es exigir algo y esperar que las cosas resulten como uno se imagina que es mejor.
P.- ¿Cuáles son las “ventajas” que ofrece la enfermedad?
R.- Durante la enfermedad es muy difícil encontrar “las ventajas”, pero a medida que pasa el tiempo se pueden ir aprendiendo muchas cosas y, después, al reflexionar sobre lo que pasó, sí se descubre lo más importante: que uno ha cambiado interiormente, que es mejor persona y mejor cristiano.
En mi caso, creo que también me ayudó a ser mejor sacerdote. Hago las mismas cosas que hacía antes, pero de otra manera. Especialmente, predico de otra forma y me doy cuenta que puedo ayudar mejor a las personas. La enfermedad te hace más humilde y más confiado en la fuerza de Dios que actúa a través de uno a pesar de las muchas limitaciones que uno tiene.
Una nueva mirada
Desde la enfermedad se ve el mundo y la propia vida desde una perspectiva diferente. Muchas cuestiones que nos preocupan y ocupan como las crisis de las familias, el consumo de drogas, la injusticia social, el calentamiento del planeta, y muchos temas más, cuando las observamos desde la cama de un hospital parecen cuestiones lejanas y abstractas al compararlas con las urgencias, los temores y las dificultades que impone la enfermedad.
No sé si es una “ventaja”, pero pasar por una experiencia así ofrece una nueva mirada sobre todo lo que nos rodea, sobre nuestra propia vida y nuestra fe.
En esto de “ayudar a Dios”, también me pasó y me sigue pasando que en un rincón de mi corazón de predicador del Evangelio, una y mil veces me pregunté y me sigo preguntando: ¿Cómo podemos Señor “hacer algo para resucitarte en los corazones desolados de la gente”?
P.- ¿Podría sintetizar estas vivencias con una cita bíblica que nos lleve al subtítulo que utilizó para su libro: “el Milagro es la confianza”?
R.- Mucha gente interpreta que en el subtítulo se dice que con mucha confianza se logran milagros, pero en realidad se dice lo contrario, se dice que la misma confianza es un milagro. Sinceramente yo no sé cómo hice para vivir serenamente y, en ocasiones, con alegría y gratitud, todo lo que viví. Para mí es un milagro.
Comprendo que ver la confianza como un milagro no es fácil porque estamos acostumbrados, por una mala catequesis, a hablar de la confianza como si fuera una condición que Dios nos pone para ayudarnos.
La relación con Dios no es una relación “comercial” en la que yo hago esto para que Dios haga esto otro. Como dice Pablo a los Gálatas “somos hijos no esclavos” (Ga 4,7), la confianza no es un peaje que hay que pagar para recibir la ayuda de Dios, esa es una visión propia de una religiosidad primitiva y poco cristiana. No puedo confiar en Dios “para que me proteja” como no se confía en los padres “para que me cuiden” o en un amigo “para que me ayude”. La confianza es gratis como es gratis el amor de Dios. Se confía porque se confía. Ese es el milagro.