Pese a que pueda parecer algo del pasado, como la esclavitud, la humanidad sigue sin escapar de la lacra de la pena de muerte. Así lo indica el último informe de Amnistía Internacional, que denuncia que, en 2024, la pena capital acabó con la vida de 1.518 personas.
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Y eso sin conocer la situación real en regímenes opacos como China, Vietnam o Corea del Norte, que no informan de las ejecuciones llevadas a cabo en su territorio… Con todo, el dato más estremecedor es que estamos ante la cifra de asesinados por el Estado más alta en una década.
Aceptada en Trento
Pero, ante este mal, ¿qué palabra ofrece la Iglesia? ‘Vatican News’, haciéndose eco de la denuncia de Amnistía Internacional, ha puesto la mirada en este fenómeno y ha detallado cómo “han pasado unos 500 años desde el Catecismo del Concilio de Trento, según el cual los jueces, al dictar la pena de muerte, ‘son ejecutores de la ley divina’, hasta la ‘Spes non confundit’, en la que el papa Francisco pide la abolición de una ‘medida contraria a la fe cristiana y que destruye toda esperanza de perdón y de renovación’”.
Y es que, efectivamente, en la historia eclesial ha habido una evolución y ya no se justifica de ningún modo que se le arrebate la vida a una persona, sea cual sea el crimen que haya podido cometer y por horrible que nos pueda parecer. Lo que no siempre ha sido así…
“Castigos proporcionados”
De hecho, no era así hasta hace poco menos de tres décadas, cuando Juan Pablo II empezó a introducir cambios significativos en el Catecismo a la hora de condenar la pena capital. Y es que, hasta 1992, dicho texto eclesial recogía que “la enseñanza tradicional de la Iglesia ha reconocido como fundado el derecho y el deber de la legítima autoridad pública de infligir castigos proporcionados a la gravedad del delito, sin excluir, en casos de extrema gravedad, la pena de muerte”.
El paso lo dio Wojtyla en la Navidad de 1998, cuando llamó a “prohibir la pena de muerte”. Y, a las pocas semanas, a inicios de 1999, añadió que estamos ante una práctica “cruel e inútil”.
Abolición en todo el mundo
El cambio definitivo llegó con Francisco, que, en 2018, modificó el número 2276 del Catecismo y sentenció sin ambages que la pena de muerte “es inadmisible porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona”. Por ello, la Iglesia “se compromete con determinación a su abolición en todo el mundo”.
Además, se reconocía que, “durante mucho tiempo, el recurso a la pena de muerte por parte de la autoridad legítima, después de un debido proceso”, fue considerado en la Iglesia como “una respuesta apropiada a la gravedad de algunos delitos y un medio admisible, aunque extremo, para la tutela del bien común”.
Un valor que no se pierde
Por ello, se abogaba por un cambio, ya que “hoy está cada vez más viva la conciencia de que la dignidad de la persona no se pierde ni siquiera después de haber cometido crímenes muy graves”.
Además, “se ha extendido una nueva comprensión acerca del sentido de las sanciones penales por parte del Estado. En fin, se han implementado sistemas de detención más eficaces, que garantizan la necesaria defensa de los ciudadanos, pero que, al mismo tiempo, no le quitan al reo la posibilidad de redimirse definitivamente”.
Comprometida al fin la Iglesia, sin ambages, en que “la dignidad de la persona” se mantiene siempre y en todo momento, urge acabar con un método estatal “inadmisible”. Es decir, que se aplica en nuestro tiempo lo que ya hizo Jesús de Nazaret, cuya pena de muerte se ejecutó clavado en una cruz, al paralizar la lapidación de la mujer adúltera.