El papa Francisco se confiesa: “La hermana Cornelia Caraglio me salvó la vida”

En un contexto que no se puede pasar por alto, apenas dos semanas después de las elecciones presidenciales que han dejado a Joe Biden como presidente electo y a Donald Trump atrincherado en una batalla judicial con la que pretende aferrarse a la Casa Blanca, The New York Times, el periódico estadounidense con más influencia a nivel internacional, publica un artículo de opinión del papa Francisco. Un texto que extractan del libro ‘Déjanos soñar: el camino hacia un futuro mejor’, publicado por el vaticanista Austen Ivereigh, fruto de varias conversaciones entre ambos.



Con todo, el texto en sí no entra para nada en la cuestión política, sino que es todo un homenaje a quienes están sufriendo las consecuencias de la pandemia del coronavirus. “En este último año de cambios –empieza Bergoglio–, mi mente y mi corazón se han desbordado de gente. Personas en las que pienso y rezo, y a veces lloro, personas con nombres y rostros, personas que murieron sin despedirse de sus seres queridos, familias en dificultades, incluso pasando hambre, porque no hay trabajo”.

Ir a lo concreto

En clave de pastor más que de analista, el Papa defiende que, “a veces, cuando piensas globalmente, puedes quedarte paralizado: hay tantos lugares de conflicto aparentemente incesante; hay tanto sufrimiento y necesidad. Ayuda concentrarte en situaciones concretas: ves rostros que buscan la vida y el amor en la realidad de cada persona, de cada pueblo. Ves esperanza escrita en la historia de cada nación, gloriosa porque es una historia de lucha diaria, de vidas rotas en el sacrificio personal. Entonces, en lugar de abrumarte, te invita a reflexionar y a responder con esperanza”.

Llamando a mantener siempre una actitud dispuesta “al cambio y la conversión”, Francisco advierte de que nadie escapará a los momentos de prueba, ya sea por “la enfermedad, el fracaso de un matrimonio o de un negocio o alguna gran decepción o traición. Como en el encierro del Covid-19, esos momentos generan una tensión, una crisis que revela lo que hay en nuestro corazón”.

Aldabonazos vitales

De ahí su llamada a mantener siempre la esperanza: “En cada ‘Covid’ personal, por así decirlo, en cada ‘paro’, lo que se revela es lo que necesita cambiar: nuestra falta de libertad interna, los ídolos a los que hemos estado sirviendo, las ideologías por las que hemos tratado de vivir, las relaciones que hemos descuidado”.

Y aquí el Papa, lejos de teorizar en abstracto, abre en canal su propia alma y nos regala su experiencia íntima: “Cuando me enfermé de verdad a los 21 años, tuve mi primera experiencia de límite, de dolor y de soledad. Cambió mi forma de ver la vida. Durante meses, no supe quién era ni si viviría o moriría. Los médicos tampoco tenían idea de si lo lograría. Recuerdo abrazar a mi madre y decirle: ‘Solo dime si voy a morir’. Estaba en el segundo año de formación para el sacerdocio en el seminario diocesano de Buenos Aires”.

Una fecha clave

“Recuerdo la fecha –detalla–, el 13 de agosto de 1957. Un prefecto me llevó a un hospital y se dio cuenta de que la mía no era el tipo de gripe que se trata con una aspirina. Enseguida, me sacaron un litro y medio de agua de los pulmones y me quedé allí luchando por mi vida. En noviembre siguiente me operaron para sacar el lóbulo superior derecho de uno de los pulmones. Tengo una idea de cómo se sienten las personas con Covid-19 cuando luchan por respirar con un ventilador”.

Invitado el lector a viajar con él a ese convulso 1957, Bergoglio prosigue con la narración de los hechos: “Recuerdo especialmente a dos enfermeras de esta época. Una era la matrona mayor del barrio, una hermana dominica que había sido maestra en Atenas antes de ser enviada a Buenos Aires. Más tarde supe que, después del primer examen del médico, después de que se fue, ella les dijo a las enfermeras que duplicaran la dosis de los medicamentos que él había recetado, básicamente penicilina y estreptomicina, porque sabía por experiencia que me estaba muriendo. La hermana Cornelia Caraglio me salvó la vida. Debido a su contacto regular con personas enfermas, entendió mejor que el médico lo que necesitaban y tuvo el valor de actuar de acuerdo con sus conocimientos”.

Ya en el cielo

La otra enfermera, Micaela, “hizo lo mismo cuando yo tenía un dolor intenso, prescribiéndome en secreto dosis extra de analgésicos fuera de mis horarios. Cornelia y Micaela están en el cielo ahora, pero siempre les deberé mucho. Lucharon por mí hasta el final, hasta mi eventual recuperación. Me enseñaron qué es usar la ciencia, pero también saber cuándo ir más allá para satisfacer necesidades particulares. Y la grave enfermedad que viví me enseñó a depender de la bondad y la sabiduría de los demás”.

Desde su experiencia personal, el Papa recuerda algo que ha recalcado mucho estos meses: “Si queremos salir de esta crisis menos egoístas que cuando entramos, tenemos que dejarnos tocar por el dolor de los demás”.

Soñar en grande

“Este es un momento –anima– para soñar en grande, para repensar nuestras prioridades (lo que valoramos, lo que queremos, lo que buscamos) y para comprometernos a actuar en nuestra vida diaria sobre lo que hemos soñado. Dios nos pide que nos atrevamos a crear algo nuevo. No podemos volver a las falsas seguridades de los sistemas políticos y económicos que teníamos antes de la crisis. Necesitamos economías que den acceso a todos a los frutos de la creación, a las necesidades básicas de la vida: la tierra, el alojamiento y el trabajo. Necesitamos una política que pueda integrar y dialogar con los pobres, los excluidos y los vulnerables, que le dé voz a las personas en las decisiones que afectan sus vidas. Necesitamos reducir la velocidad, hacer un balance y diseñar mejores formas de vivir juntos en esta tierra”.

Porque, como lamenta, “la pandemia ha dejado al descubierto la paradoja de que, si bien estamos más conectados, también estamos más divididos. El consumismo febril rompe los lazos de pertenencia. Nos hace centrarnos en nuestra autoconservación y nos pone ansiosos. Nuestros miedos se ven exacerbados y explotados por cierto tipo de política populista que busca el poder sobre la sociedad. Es difícil construir una cultura de encuentro, en la que nos encontremos como personas con una dignidad compartida, dentro de una cultura de usar y tirar que considera el bienestar de los ancianos, los desempleados, los discapacitados y los no nacidos como algo periférico a nuestro propio bienestar”.

Destino compartido

“Para salir mejor de esta crisis –concluye Francisco–, tenemos que recuperar el conocimiento de que como pueblo tenemos un destino compartido. La pandemia nos ha recordado que nadie se salva solo. Lo que nos une es lo que comúnmente llamamos solidaridad. La solidaridad es más que actos de generosidad, por importantes que sean; es el llamado a aceptar la realidad de que estamos atados por lazos de reciprocidad. Sobre esta base sólida podemos construir un futuro humano mejor y diferente”.

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