Francisco Brines: metafísica en verso

Fue Carlos Bousoño quien, hace ya más de medio siglo, describió a Francisco Brines (Oliva, Valencia, 1932) como “el poeta metafísico por excelencia de su generación”, el extraordinario grupo poético de los 50, niños de la guerra que comenzaron a publicar en aquellos años 50 y 60. Brines, por fin con el Cervantes, sigue siendo un referente indudable de la poesía española: elegiaco, existencial, trascendental. “Un clásico vivo”, como ya lo describió Carlos Barral tras Las brasas (1960), su primer poemario: “Me interesa la poesía –explica–, porque me preocupa mucho la vida, comprenderla, entenderla, descubrir todo lo que tiene de misterioso, que es mucho”.



Poeta de poetas, para Brines la poesía no es “un individuo en sociedad” –como describió alguna vez la poesía social–, sino un mirar adentro, una búsqueda vital, una vía hacia la pureza, un continuo preguntarse. “El destino del hombre es ese grano diminuto de arena / que el viento arrastra ciego; / la ola de la mar que curva el cuerpo / y muere, o pasa y llega hasta la orilla; / es esa llama que, unida con las otras / en la hoguera, no sabemos si ha muerto. / Al vivo le entristece la impotencia / del destino del hombre”, escribió en “Materia narrativa inexacta”, poema de El Santo Inocente (1965), su segundo libro.

Esa mirada al “destino del hombre” está vinculada a una conciencia de derrota, de conciencia firme en que, según sus propias palabras, “somos un paréntesis entre dos nadas, o, como decía Aleixandre, ‘entre dos oscuridades un relámpago’. Las oscuridades son la nada previa y la extinción posterior, la muerte, y el relámpago es la vida”. Sin embargo, también le ha escrito –y mucho– a esa luz que en él “nace del espíritu, nace del hombre, para ascender al cielo”: la belleza, la naturaleza, el placer, la hermosura. En Palabras a la oscuridad, (1966) ya decía: “Cercado de tinieblas, yo he tocado mi cuerpo / y era apenas rescoldo de calor, / también casi ceniza. / Y he sentido después que mi figura se borraba. // Mirad con cuanto gozo os digo / vivir es hermoso”.

El rezo se hizo verso

La poesía, realmente, es una religión para Brines. Así lo proclamó tras publicar Aún no (1971), el poemario en el que exhibe su ruptura con la fe, y, sin duda, en el que más patente es la desesperanza. “El poeta se rebela ante un Dios que ha creado al hombre para morir, para el sufrimiento”, le describe Jaime Pedrol. Es a partir de entonces cuando, según el propio poeta, “la fórmula del rezo se hizo verso”.

Y eso se va a ver en Insistencias de Luzbel (1977), el cuarto de sus poemarios, en el que Brines emplea un lenguaje repleto de simbología religiosa para subrayar su desencanto: el engaño de la vida, la insistencia de la nada y, con ello, “la imposibilidad de Dios”, es decir: mirar el mundo desde la imposibilidad misma de la eternidad.

El agnóstico que soy yo desearía estar equivocado y que estuviera acertado el creyente –explicó años después a Santos Sanz Villanueva–. Porque lo que anhelamos es no perder nuestra identidad, el sabernos siempre existentes, eso es lo que todos queremos. Ahora, lo que no queremos tampoco es una pervivencia en un infierno. Eso es una monstruosidad. Pero sí no dejar de existir, no dejar de ser, no dejar de tener conciencia”.

Pérdida inevitable

Dios reaparece continuamente en su poesía. A veces, es la infancia, la juventud, “quietud del tiempo aniquilado”, como escribe en El otoño de las rosas (1986), Premio Nacional de Literatura. Casi siempre como sinónimo de una eternidad en la que no cree. “Más allá de la luz está la sombra, / Y detrás de la sombra no habrá luz / Ni sombra. Ni sonidos, ni silencio. / Llámale eternidad, o Dios, o infierno. / O no le llames nada. / Como si nada hubiera sucedido”, escribe en el poema “Definición de la nada”.

La nada es, quizás, el gran tema de la poesía de Brines. Pero esto significa en el poeta de Oliva un profundo canto a la vida, a la belleza del mundo, pero visto siempre desde la desposesión, desde su inevitable pérdida. “El nihilismo de Brines –escribió el filósofo Jacobo Muñoz– es un nihilismo activo, propositivo, fiel a la tierra, capaz de experimentar moralmente y de roturar espacios de vida, de gozo, de amor y de temblor”.

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