Louise Glück: los versos de la contemplación valen un Nobel

“Al final de mi sufrimiento / había una puerta”, escribe Louise Glück (Nueva York, 1943) en ‘El iris salvaje’. Este verso resume la poesía de la reluciente Premio Nobel de Literatura, la primera poeta en obtener el galardón desde la polaca Wislawa Szymborska (1996). Poeta de la esperanza y la contemplación, Glück no solo es una de las grandes voces de la literatura norteamericana, sino también conocida en España, gracias a la editorial Pre-Textos.



“Fue por recomendación de un amigo neoyorquino –narra Manuel Borrás, su editor–, quien puso en mis manos su poemario ‘El iris salvaje’, que me enamoró por completo por la austeridad y la sencillez de su poesía, por el ámbito de intimidad en que se mueve, aunque esto parezca reducir su obra a un microcosmos; pero no, porque la grandeza de la poesía de Glück es que engrandece las pequeñas cosas de las que trata”.

Versos que alumbran, que hablan, ante todo, del áspero ejercicio de vivir, como lo enunciaba Gabriela Mistral. Del amor, del tiempo, de la muerte reflejados desde lo cotidiano, la familia, el matrimonio, la pérdida, la mortalidad, la naturaleza, lo espiritual. Glück es poeta de la contemplación, que se interroga por lo que vive y por lo que muere, por lo que permanece y por lo que desaparece. Pervive también un anhelo por penetrar en la hondura de la experiencia mística consciente, perceptiva y alerta.

Hondamente humanista

Con los años, con los libros –siete de los trece poemarios y una antología los ha publicado Pre- Textos–, la profesora de Lengua Inglesa de Yale ha ido aposentándose en una espiritualidad entre elegiaca y panteísta, que mira profundamente al ser humano y sus contratiempos. Siempre en primera persona, desde la autobiografía, habla de todos nosotros, de la mujer y del hombre de hoy, pero conectándolos siempre con la memoria, con el origen mismo del tiempo. De ahí sus alusiones a las deidades grecolatinas: Hades, Telémaco, Cirse, Perséfone en la Zona Cero.

“Lo empuja a uno más adentro, lo obliga a enfrentarse con la ambivalencia y la violencia de los vínculos, con la herencia familiar y religiosa, con el amor como una puerta falsa a lo sagrado, con la belleza terrible de la naturaleza, con la nada hecha carne de los contemplativos, con el milagro vulgar de envejecer, con los mitos que dieron origen a nuestra cultura y que parecen conservar intacto su poder”, la describe Abraham Gragera, traductor de Ararat (2008) y Averno (2011). “Y todo ello con un distanciamiento irónico y un desapego –prosigue– que devienen, paradójicamente, en una extraña forma de piedad”.

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