Anne-Marie Pelletier: “Las mujeres hacen que la Iglesia exista”

Teóloga

Exegeta y teóloga católica, miembro ordinario de la Academia Pontificia para la Vida, premio Ratzinger 2014, Anne-Marie Pelletier, está en la nueva comisión de estudio sobre el diaconado femenino instituida por el Papa Francisco.



PREGUNTA.- Nuestro tema está dedicado al “cuidado”, al hecho de “cuidar”. En Querida Amazonía, el Papa Francisco habla de esas comunidades que se habrían derrumbado sin mujeres. ¿De qué forma cuidan las mujeres de la Iglesia?

RESPUESTA.- Creo que las mujeres la cuidan de la forma en que cuidan la vida en general. Es decir, preocupándose de las necesidades básicas del ser humano, que son necesidades de la carne, que a su vez solo existe en la relación. Las mujeres sirven a la vida en la primera línea de las emergencias diarias, sin prudencias, justificaciones, estructuras organizativas. Responden a la desesperación que no puede esperar. Y, si es necesario, inventan formas de hacer que la Iglesia exista, para asegurar su futuro, sin restaurar un orden antiguo que es defectuoso en comunidades que no tienen sacerdotes. Esta ingeniosa creatividad de las mujeres está en sintonía con la forma en que Jesús sirvió, respondiendo con libertad y gran concreción al llamamiento de quienes, en el Evangelio, se han cruzado en su camino y le han pedido ayuda.

P.- Usted imparte clases en institutos católicos, predica retiros, y a veces enseña en presencia de sacerdotes. ¿Qué puede aportar como mujer laica, además esposa y madre?

Mi primera contribución como mujer es introducir la alteridad en un mundo clara y exclusivamente masculino. Sin alteridad, la vida se empobrece, se seca. Sin mencionar lo que se pierde en una institución como la Iglesia cuando las mujeres existen solo en la imaginación de los hombres, lejos de la difícil pero vivificante prueba de la relación. Es necesario que los sacerdotes, que son hombres, aprendan sobre la condición humana tal como la viven las mujeres. Y más aún más necesario ya que los sacerdotes tienen la tarea de servir a una Iglesia que quiere ser entendida como materna. ¿Cómo podemos promover este rostro materno de la Iglesia sin empezar por las mujeres, que saben lo que significa ser madres, en su experiencia carnal o en la configuración mental que caracteriza la relación de las mujeres con la vida?

P.- Usted es biblista. ¿Si tuviera que elegir las dos figuras femeninas que más le gustan?

R.- Como llevo su nombre, recordaré con mucho gusto a dos mujeres de la Biblia llamadas Ana. La primera es la madre de Samuel. Esposa de Elkana, tiene la desgracia de ser estéril. Esta mujer sabe cómo implorar valientemente la ayuda divina rezando en el santuario de Silo, a riesgo de ser despreciada por el sacerdote Elí. Pero Dios la escuchará y le dará un hijo, Samuel, quien se encargará de ungir al primer rey de Israel. ¡El cántico de Ana es una primera versión del Magnificat! Un detalle de la historia llama la atención: después de ofrecer y consagrar a su hijo a Dios en el santuario de Silo, Ana lo visita todos los años llevando un pequeño vestido que ella le ha preparado. Un gesto sencillo de atención materna, unido aquí a la capacidad de dejar al hijo vivir según su vocación. Ni control ni olvido.

Otra Ana, querida en mi corazón, es la profetisa de la presentación de Jesús al Templo. Junto al anciano Simeón, espera el consuelo de Israel. El pasaje evangélico se concentra en Simeón de quien reproduce la oración que es nuestro Nunc dimittis. Nosotros no escuchamos la voz de Ana. Solo sabemos que anunciará el nacimiento del niño a Jerusalén. Ella está ahí, como una vidente, en una fidelidad que ha atravesado las vicisitudes de su larga vida. El pintor Rembrandt supo restituir de forma magnífica toda su presencia a esta mujer en la sombra, en un cuadro en el que la representa en segundo plano respecto al encuentro entre Simeón y en niño: inmensa silueta orante, cuya entera persona es acogida del evento de la salvación.

P.- ¿Quién era María? Como mujer, ¿cómo percibe su ‘hágase’?

R.- Junto a la hermosa tradición de piedad que acompaña a María, hay un misterio sobrio de esta mujer que debemos respetar. Hay muchas referencias a María que la conectan con la idea masculina de la mujer y, en última instancia, la utilizan para relegar a las mujeres a un papel de sumisión y discreción. Cuántas variaciones en su Fiat para reforzar la imagen de una mujer dócil. De esta manera se olvida que el ‘hágase’ de María resume la respuesta de Israel fiel a la Palabra de Dios y el de todos los que respondieron “aquí estoy” a la llamada de su Señor. Por supuesto, lo que se le pide a María en la Anunciación implica una radicalidad única: es lo íntimo de su cuerpo el que aquí dice “aquí estoy” con todo lo que implica, en primer lugar para ella, renunciar a su honor. ¿Las voces masculinas que se expresaron en la Anunciación a lo largo de la tradición entendieron la profundidad de la aquiescencia de esta hija de Israel?

P.- Me impresionó lo que escribe, en su último libro, sobre la relación de Etty Hillesum con Dios, cuando pasa de la solicitud de ser ayudada por Dios a la voluntad de ayudar a Dios. ¿Podemos ver en esto un rasgo espiritual propiamente femenino?

R.- No me gustaría encerrar a las mujeres en una excelencia en la atención como su especificidad exclusiva, manteniendo a los hombres a distancia. Lejos de mi intención querer prestar a Etty Hillesum una identidad cristiana que nunca declaró. Sin embargo, me parece que esta idea de ayudar a Dios, renunciando a ser ayudado por Él, es extraordinariamente cristiana y magníficamente femenina. Lleva al extremo la preocupación de una mujer por el otro que necesita consuelo y, al mismo tiempo, la audacia infinita que una mujer puede tener en su relación con Dios. ¿Por qué, después de todo, es una locura pensar que el Dios de Jesucristo necesite ser consolado por todos los actos desfigurantes que imponemos a nuestra humanidad? Los teólogos protestarán. Pero no olvidemos que necesitamos pensar más en Dios que en lo que dicen nuestros discursos demasiado razonables sobre él.

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