Rohingya: el mayor genocidio del siglo XXI

  • Sant’Egidio trabaja en cuatro de los 34 campamentos en los que este pueblo expatriado vive en Bangladesh
  • Alberto Quattrucci ofrece a Vida Nueva las claves de uno de los peores conflictos de nuestro tiempo

Alberto Quattrucci, Sant'Egidio

En uno de sus muchos viajes para organizar el 33º Encuentro Internacional de Oración por la Paz, que se celebrará en Madrid del 15 al 17 de septiembre, entrevistamos a Alberto Quattrucci, secretario general de Encuentros Internacionales ‘Pueblos y Religiones’ de la Comunidad de Sant’Egidio. Una cita que da para hablar de lo divino y de lo humano con un hombre fundamentalmente apasionado, pero que, además, sirve para poder poner el foco en un drama olvidado: el del pueblo rohingya.

Hace dos años, todos nos conmovimos con las imágenes de la televisión que nos mostraban a un pueblo entero huyendo de Myanmar y, de noche por las montañas, llegando hasta Bangladesh. El desesperado éxodo despertó un alud de reacciones y apoyos…, pero, ¿qué es hoy de los rohingya? ¿Cómo viven en la tierra que los acoge? Y la peor de todas: ¿el mundo recuerda a los rohingya?

En manos de los militares

A la hora de responder, Quattrucci defiende que hay que ir al principio de la historia: “Es una tragedia antigua, que viene de muchas décadas atrás. Tras el fin del colonialismo inglés en 1948, el país, entonces Birmania, acabó cayendo el manos de los militares, que lo siguen tutelando incluso hoy. Y es que, aunque el partido de Aung San Suu Kyi, Premio Nobel de la Paz, mantenga el Gobierno y ella asuma tres ministerios destacados, la realidad es que todo pasa por el ejército, imperando en el país un fuerte nacionalismo que entronca con la religión mayoritaria, el budismo”.

A su juicio, “cuando una religión y el nacionalismo se unen, de ahí solo puede salir el odio”. Y eso es lo que ha pasado en Myanmar: “Allí tiene mucha influencia el movimiento budista Ma-ba-tha, que es fundamentalista; nada que ver con la imagen que tenemos del budismo en Europa como una religión de interioridad, meditación y paz. Pero el gran culpable de todo es el monje budista Aishin Wiratha, que lleva años difundiendo una cultura del odio contra los rohingya, la minoría islámica del país, que llevaba siglos viviendo en Rakhine. Como ocurriera en Ruanda con los hutus y los tutsis, sus discursos señalando a los musulmanes como enemigos y su idea de que, al reproducirse más que el resto, van a ‘invadir’ a la sociedad y a hacer peligrar su identidad, calan en mucha gente. De ahí que, directamente, pidiera en muchas ocasiones ‘matarlos a todos’”.

El vídeo que encendió la mecha

Un punto culminante en esta barbarie se dio hace unos años, “cuando se difundieron cientos de miles de copias de una cinta en la que, presuntamente, una mujer budista era violada por muchos musulmanes. Se desconoce de dónde viene la financiación que llevó a cabo es campaña, que tuvo un gran éxito a la hora de criminalizar a toda una comunidad, pero hay muchos rumores sobre diferentes apoyos internacionales que favorecen la desestabilización y apoyan el nacionalismo a través de una venta indiscriminada de armas. Y más en Rakhine, una región que une el territorio de China con el Índico, no siendo difícil pensar que existan intereses económicos al permitirirle una salida directa al océano…”.

Lo cierto –abunda este representante de Sant’Egidio– es que ‘fake news’ como esta han calado en muchos birmanos, empezando por los militares, partidarios, como en Taliandia o Sri Lanka, de un sector del budismo que articule su discurso nacionalista. Así, entre 2012 y 2016 se cometieron todo tipo de atrocidades contra los rohingya en Rakhine, quemando el ejército aldeas, violando a mujeres, torturando y asesinado a sus líderes… Y eso que, desde los años 80, ya hablamos de una minoría invisible, puesto que a todos los rohingya se les retiró la nacionalidad y ni si quieran cuentan con carnet de identidad, no teniendo así ningún derecho, tampoco en educación o sanidad”.

El informe de Kofi Annan

La situación llegó a tal punto de deterioro que, “el 25 de agosto de 2016, Aung San Suu Kyi le encargó a la ONU una inspección interior para que recabara todos los datos y, al cabo de un año, le propusiera al Gobierno una serie de medidas a tomar. El responsable de la investigación fue Kofi Annan, quien fuera secretario general de la ONU. Hizo un trabajo meticuloso y, al cabo de un año, el 24 de agosto de 2017, le presentó un informe voluminoso con todas las denuncias sobre los derechos humanos vulnerados y las propuestas de cambio. Aung San Suu Kyi le agradeció el estudio y le aseguró que lo tomaría en serio, pero ese mismo día los militares dejaron claro que no se haría absolutamente nada”.

Significativamente –asegura Quattrucci–, solo un día después, el 25 de agosto, surgió un supuesto movimiento de liberación rohingya, compuesto por unas 80 personas, e inició una lucha violenta… Fue el pretexto perfecto para que, el día 26, el ejército birmano entrara con todas sus fuerzas en Rakhine y arrasara con todo. Destrozaron aldeas enteras y cogieron a muchos maestros de las madrasas y los cortaron en pedazos, literalmente”. La consecuencia es ya conocida: en solo unas semanas, 750.000 rohingya huyeron a la vecina Bangladesh, instalándose al sur del país. Fue un exilio a la carrera, desesperado, atravesando las montañas un pueblo entero. Así, hoy la práctica totalidad de esta comunidad indígena islámica, compuesta por 1.100.000 personas, vive hoy fuera del que ha sido su país durante siglos.

Son como los intocables…

Por si fuera poco, este laico italiano da otra clave: “Su raza es más oscura, como los dalit, los ‘intocables’ en la India. Y esto en Asia, más allá del país y la religión, equivale a estar siempre en una escala inferior. Así, a los rohingya, más allá de su condición de minoría étnica y religiosa, les marca el color de su piel”. Todos ellos, condicionantes que marcan el rasgo al final fundamental: “Son un pueblo pobre, el más pobre entre los pobres”. Y, por ello, “podemos afirmarlo con claridad: los rohingya sufren el mayor genocidio del siglo XXI… Aunque sea un genocidio silencioso”.

Pero Quattrucci va más allá, porque, insiste, “en Sant’Egidio vemos la Historia desde las historias personales”. Así, además de las muchas veces que él ha estado en Bangladesh estos años, acompañando a un pueblo en su éxodo, vive a flor de piel si sufrimiento a través de un amigo suyo: Es Mohamed, padre de cinco hijas y durante muchos años maestro de una madrasa en una aldea de Myanmar. Cuando el ejército entró en su zona, él lideró la escapada de los 1.600 habitantes de la aldea. Salieron de noche y cargaban en pleno bosque con los ancianos en grandes cestas. Un día, un grupo de 20 mujeres bajó a un río a lavar la ropa. Las sorprendieron los militares y las violaron a todas. Él pudo verlo desde la distancia, pero no pudo hacer nada, aunque entre las víctimas estaba su propia mujer, porque habrían sido vistos los 1.600 vecinos. Se sacrificó por su pueblo. Y es que estamos ante gente con una gran fe”.

Así nace la profecía

Afortunadamente, todos pudieron llegar a Bangladesh… La vida del más de un millón de rohingya sigue en el alambre en el país vecino (también pobre y con la cuarta parte del territorio que Myanmar), pero al menos viven. Están concentrados en la región de Chitta Gong, distribuidos en 34 campamentos. Desde noviembre de 2017, Sant’Egidio está presente en cuatro de ellos. Han creado un centro nutricional y una Escuela de la Esperanza y la Paz, con capacidad para 300 niños. “Es poco –concluye Quattrucci–, pues aquí hay 650.000 niños, pero es el inicio. Lo importante es poner en marcha procesos y que no nos paralice lo que parece imposible”.

¿Utopía? Para Sant’Egidio, impulsora de los corredores humanitarios en una Europa anestesiada y de diálogos por la paz en hasta 18 conflictos bélicos, lo imposible es solo el primer paso para la profecía.

El nombre de Dios… 

Quattrucci concluye recordando cuando estuvo en el viaje de Francisco a Bangladesh, en diciembre de 2017. Junto a Cáritas Bengalí, Sant’Egidio hizo posible su encuentro con algunos rohingya: “Había mucha tensión, pues antes había estado en Myanmar y allí el Gobierno había impuesto que no pudiera citar siquiera la palabra ‘rohingya’. En Bangladesh pudo reunirse con 16 de ellos. Los llamó para que subieran al palco. Y lloró con ellos. Les pidió ‘perdón en el nombre de la humanidad’ y añadió esto: ‘Que el nombre de Dios es rohingya’”.

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