Conversos de vuelta a casa. Kilómetro cero hacia Dios

  • ‘Converso’, documental de David Arratibel, narra los procesos que han llevado a una familia a reencontrarse con la fe
  • Coincidiendo con su estreno, Vida Nueva ahonda en el perfil de estos nuevos creyentes y cómo Dios puede cambiar a una persona desde lo ordinario
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fotograma del documental Converso de David Arratibel

La familia Arratibel era espejo de la España de hoy, en la que lo cristiano es para una mayoría un barniz costumbrista y no un corazón palpitante de fe. Pero llegó un día en el que David vio que los suyos vivían una plenitud religiosa que unos años antes ninguno profesaba. Lo que más le impactó fue que su madre, sus dos hermanas y su cuñado habían alcanzado tal estado por procesos propios, no influyéndose entre sí.

Tras el inicial sentimiento de “rechazo y enfado”, él mismo, siempre fiel a su increencia, quiso canalizar esa experiencia a través de lo que le fascina: el cine. Así es como ha nacido el documental ‘Converso’ [la imagen que abre este artículo es un fotograma del film], que se estrena el 29 de septiembre y que ya ha conseguido un gran respaldo de la crítica y del gremio, obteniendo en su tierra natal el Premio del Público en el Festival Internacional de Cine Documental de Navarra o el Premio al Mejor Director en el Festival de Málaga. (…)

Una gran aportación del film de David Arratibel es mostrar cómo, frente al estereotipo que muestra a los conversos como personas radicalizadas que se refugian en la fe huyendo de situaciones dramáticas o de una grave alteración psicológica, muchos culminan este proceso mediante un caminar marcado por lo ordinario. Lo que implica un reto para la Iglesia.



Salir nosotros a su encuentro

En conversación con Vida Nueva, José María Pérez-Soba, experto en fenomenología de las religiones en la Escuela Universitaria Cardenal Cisneros de Alcalá de Henares, afirma que “es importante tomar conciencia de que la persona debe encontrar por sí misma el sentido de su existencia. Por ello, es imprescindible desarrollar programas globales de pastoral de adultos”.

En ellos debe haber varios ejes: “El primero es salir al encuentro de las personas y no esperar que siempre se acerquen ellas. Hay que generar espacios de presencia abiertos, de encuentro, donde a la persona no se la juzgue, sino que se la valore en su búsqueda personal”.

El segundo punto, insiste Pérez-Soba, es “compartir la propia experiencia, que es lo que te hace creíble. Probablemente, lo que se busca en algunos casos es poner palabras a lo que ya experimentan. Podemos testimoniar con sencillez nuestro encuentro con el Espíritu y con la sabiduría cristiana que nos permite tomar conciencia de la gran verdad del amor gratuito de Dios”.

El tercer eje, concluye este laico marista, es “ofrecer un camino real de espiritualidad cotidiana. Una persona se convierte en religiosa cuando deja que esa experiencia se coloque en su centro vital. Eso implica un proceso acompañado de práctica cotidiana de la presencia de Dios y una experiencia de acogida fraterna. Para ello, necesitamos comunidades vivas, en salida, con cristianos adultos capaces de escuchar, compartir y acompañar”.

Así lo cuentan ellos

Para reflejar esta vivencia en testimonios concretos, Vida Nueva ha contactado con varias personas que han tenido una experiencia de este tipo.

Nacido en Argentina, aunque en España desde los ocho años, Diego Vilaró se crió en una familia en la que lo religioso no existía. Aunque, “por inercia y convención social”, a sus hermanas y a él los bautizaron e hicieron la primera comunión, ahí se acabó todo. Pero él sentía una especie de vacío y anhelo: “Siempre tuve mucha curiosidad por lo transcendental. En COU, me compré una Biblia. Por supuesto, no entendí nada…”. (…)

Un día entró en la web de la Compañía de Jesús. En el espacio de contacto, explicó su caso, y, como entonces residía en Sevilla, le contestó Antonio Luis Fenol, ecónomo de la Provincia Bética. Tras verse, este le invitó a que realizara los ejercicios de san Ignacio con el jesuita Fernando Motas, en El Puerto de Santa María.

Tres años después, tras finalizar la experiencia completa e imbuirse del carisma jesuita, llegó su momento de inflexión: “Al fin encontré sentido a lo que buscaba, además de un encaje a mi personalidad natural dentro de la Iglesia. El paso de Dios por mi vida fue un modo de decirme que debía de dejar a Diego ser Diego, reconociéndome al fin como un hijo amado de Dios”. (…)

Estrella González Fernández regenta una peluquería en San Julián de Bastavales, cerca de Santiago de Compostela. Madre de dos hijos y divorciada, hace cinco años no tenía un sentimiento espiritual. Hasta que experimentó fuertes deseos de conocer a Dios, aunque no sabía cómo canalizar aquello. Por la mediación de una amiga, José Antonio Seoane, vicario episcopal territorial de Santiago, contactó con ella para ofrecerse a acompañarla.

El sacerdote recuerda su primer encuentro: “Salí impresionado por la fuerza e ilusión que transmitía; me apabullaba el reto, pues la veía casi como un terreno sagrado, por la pureza de sus deseos de alcanzar a Dios…”. Al ser Estrella un corazón abierto, él pronto vio lo que necesitaba: “Estar en un grupo de fe en el que se sintiera acompañada y respetada. Por la novedad y la plenitud de lo que sentía, hablaba de Dios constantemente y con todos, lo que hacía que muchos la criticaran… Ese carácter impulsivo la llevó a entrar en la parroquia como catequista de Confirmación. Tal vez debía haber esperado algo más y fortalecerse en su propio proceso, pero lo indudable es que estamos ante una persona volcada con quienes más sufren (acompaña a amigas víctimas de violencia de género) y que busca profundizar en su fe. Un día, me sorprendió citando Las Moradas, de santa Teresa. Estamos ante una conversión de libro, todo un modelo para mí”.

“Mi conversión –explica Estrella– no partió de cero. Buscaba a Dios, sin duda, pero mi vida era todo tropiezos, fracaso y vacío”. Por esa época llenaba su deseo de transcendencia con la Nueva Era, la meditación y el yoga, pues “eran lo más atractivo y lo que tenía más a mano”. Fue en la muerte de una persona muy querida “cuando, en la oscuridad interior, supliqué a Dios: ‘Si tengo que vivir, dame ganas de vivir’. Ahí todo cambió. Me atraía ir a la iglesia y rezar (solo recordaba el Padrenuestro). Me daba una sensación muy agradable y nunca antes experimentada”. (…)

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