Tribuna

Y entonces las monjas eligieron la vida activa

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Año del Señor 1566. Con una bula pontificia el Papa Pío V ordenaba la extinción de grupos religiosos femeninos que rechazaban los votos solemnes y retirarse a una estricta clausura. Se trataba del último paso de un largo camino de hechos, decisiones y opiniones que habían contribuido a una agria polémica entre canonistas y teólogos.



Había una cuestión fundamental: la de la libertad de las religiosas para actuar en el campo del apostolado social, de la actividad evangelizadora y de la predicación.

Durante la Edad Media y Moderna, la experiencia religiosa femenina se expresó en una pluralidad de formas y votos, que no se limitaban solo a la elección de la vida monástica-contemplativa. El resultado fue un mundo activo de mujeres que se movían de forma independiente en la sociedad, a veces logrando alcanzar puestos de liderazgo real como teólogas, predicadoras o escritoras de gran profundidad.

La monja de clausura

En el siglo XVI, ante la explosión de la reforma protestante, la Iglesia católica reaccionó multiplicando los controles sobre la vida religiosa y reduciendo el papel y el poder de las mujeres, cada vez más sometidas a la autoridad eclesiástica masculina. Esto se produjo en un clima de renovada sospecha hacia la figura femenina, débil, necesitada de una protección constante y destinada a elegir entre el matrimonio o el monasterio.

El Concilio de Trento primero y luego los Papas posteriores decretaron que todas las “religiosas” tuvieran que hacer votos solemnes y establecieron un vínculo indisoluble entre estos y la clausura. Las comunidades de votos simples eran libres de no adherirse a la obligación, pero ya no podían aceptar novicias y fueron condenadas a la extinción.

Se terminó con la posibilidad de ser a la vez mulieres religiosae y mujeres libres para vivir activamente la propia vocación de forma secular. De esta manera, –pensaron las altas jerarquías–, la enérgica y peligrosa laboriosidad femenina fue domada, apaciguada y canalizada dentro de un modelo religioso y espiritual contemplativo, bien definido y controlable: el de la monja de clausura.

¿Aplacadas y domadas? De ninguna manera. Los caminos del Señor son infinitos, así como la iniciativa de la que son capaces las mujeres cuando creen en un ideal, en una misión que cumplir y en una tarea que realizar en beneficio y servicio de unos pocos o de muchos.

Al darse cuenta de que una rebelión abierta contra las decisiones conciliares y pontificias sería inútil, las religiosas idearon otros caminos. Encontraron formas alternativas de estar en primera línea para luchar contra la ignorancia y la maldad, para aliviar las heridas materiales y espirituales del prójimo, para cuidar, para evangelizar y para educar.

Semirreligiosas

Intentando no parecer rebeldes, se rebelaron, sometiéndose a un compromiso: aceptaron ser reconocidas como “semirreligiosas”, monjas que renunciaron a hacer los votos solemnes, una decisión que para algunas fue profundamente dolorosa. Hicieron votos simples o privados, o en algunos casos ni siquiera votos, limitándose a una promesa de perseverancia en la elección de vida asumida.

Se dotaron de reglas, después de una organización jerárquica encabezada por una superiora general, y obtuvieron el reconocimiento de las autoridades diocesanas locales quienes entendieron la importancia de su acción en el territorio, no solo para el pueblo sino también entre el pueblo.

Al principio fueron unas pocas las valientes, pero a partir de la segunda mitad del siglo XVI se sumaron muchas más. Encontramos el intento pionero de Mary Ward, destinado al fracaso por su contexto histórico y la tenaz voluntad de mantener los votos solemnes.

Están además las ursulinas de vida activa, las maestras pías, las hermanas de San Juan Bautista y de Santa Catalina de Siena o las misioneras del Sagrado Corazón de Jesús. Tenaces y decididas, se mantuvieron firmes en la creencia de que, tarde o temprano, incluso la Curia romana comprendería la importante misión que Dios les había confiado para construir una sociedad mejor.

Tres siglos de espera

Fueron rebeldes y proféticas. Y después de una tímida apertura en el siglo XVIII, todavía le costó mucho a la Iglesia darles oficialmente su lugar. Hasta finales del siglo XIX no las comprendió y reconoció formalmente. Habían tardado tres siglos. Siglos en los que miles de mujeres se dedicaron al cuidado de los enfermos y marginados, a la recuperación de mujeres explotadas, a la actividad misionera y a la educación de niñas y jóvenes.

Con su compromiso didáctico orientado a jóvenes de todas las clases sociales (y ya no solo a las aristócratas, educadas en casa o en costosos internados monásticos) se adelantaron a su tiempo mostrando una sensibilidad y conciencia únicas ante el problema de la educación femenina.

Estas mujeres, que se convirtieron en protagonistas de su destino, enseñaron y aún enseñan a otras a tomar (o recuperar) las riendas de sus vidas, a ser perseverantes, a creer en la Providencia y a construir un futuro digno de ese nombre acorde con los talentos recibidos al nacer. Las congregaciones religiosas de mujeres continúan representando hoy una realidad fundamental y uno de los pilares del catolicismo en todo el mundo.

Un ejército de mujeres trabajadoras, que hunde sus raíces en la iniciativa y determinación de unas primeras rebeldes tan indomables como silenciosas y astutas.

*Artículo original publicado en el número de julio de 2021 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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