Tribuna

Una prisión nueva

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“Estuve en la cárcel y vinisteis a verme”.  Las palabras del Evangelio de San Mateo resumen el sentido de una misión. Con eficacia cambiante y con determinación, la Iglesia ha realizado una acción consagrada a la mansedumbre y la misericordia, consciente de que las cárceles han sido, desde la Antigüedad, lugares terribles, donde los acusados eran abandonados en espera de juicio. Se vivía o se moría.



Durante mucho tiempo ni siquiera se consideró que la prisión podría ser un lugar de reconciliación. A partir de la Edad Moderna la doctrina cristiana ha tratado de asociar la detención a lo que, –citando al antropólogo francés Arnold van Gennep–, podríamos calificar como un rito de paso: una experiencia de purificación vivida en un tiempo y lugar de tránsito después de la que el penitente se renueva a través del ejercicio interior del diálogo y del acercamiento a Dios; una experiencia similar a lo que sucedía durante una peregrinación, de lo que uno se imaginaba haciendo en el Purgatorio o de lo que uno hizo en su vida.

A partir de los siglos XVI y XVII la Iglesia comenzó a promover a través de ejemplos, la puesta en marcha de prisiones dotadas de una ‘dignitas’. En 1655, entre los pontificados de Inocencio X y Alejandro VII, se completó en Roma el edificio que supuso una revolución en el sistema penitenciario. La Cárcel de Novo (la cárcel nueva) proporcionó espacios separados para hombres y mujeres y habitaciones más grandes y limpias con conexión al sistema de alcantarillado.

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Los internos fueron confiados al cuidado de las Hermanas de la Providencia y de la Inmaculada Concepción. Superando la lógica del aislamiento, la prisión mantuvo un vínculo con la sociedad de la ciudad gracias a la actividad de cofradías. La archicofradía local de San Girolamo della Carità, entre otras cosas, “patrocinaría las causas de los alumnos pobres y las viudas en los tribunales, dotaría a las solteras y distribuiría limosnas especialmente entre las mujeres condenadas”. Desde entonces, en casi toda Europa comenzaron a surgir prisiones construidas según el modelo romano.

De la represión a la educación

El filántropo John Howard, primer reformador penitenciario inglés, tuvo la oportunidad de elogiar la Cárcel de Novo. La encontró bien cuidada, aireada, equipada y con escrupulosa separación entre hombres y mujeres. En el siglo XVIII, con las reflexiones del jurista Cesare Beccaria  y del propio Howard, se extendió la conciencia de que no era necesario añadir más penas a la privación de libertad. El punto de referencia fue la inutilidad del trabajo forzoso. La represión dio paso gradualmente a la educación.

El principio pedagógico que subyace a la experiencia carcelaria se convertirá en piedra angular de los estados democráticos cuando en la época de las grandes revoluciones ratifiquen los derechos de primera generación, es decir, los relativos a la libertad individual, de pensamiento, de religión, a la vida, a la integridad física y a un juicio justo.

En los contextos que ha podido, la Iglesia siempre ha trabajado para garantizar que se le permitiera llevar a cabo su misión caritativa, atendiendo las necesidades espirituales de los presos y más. Lo hizo antes y después de que se revelara la importancia de la asistencia psicológica a los detenidos. Y aunque las cárceles terminaron por convertirse en lugares de ejercicio del poder, de amenaza, de exclusión y de aislamiento, esta circunstancia se debe a cuestiones históricas y políticas.

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El sociólogo francés Michel Foucault, en ‘Supervisar y castigar’, recordaba que la prisión tal como la entendemos hoy tiene una historia relativamente reciente. A pesar de las disposiciones del ‘Corpus iuris civilis’, los huérfanos, los enfermos, los ancianos, los pobres y los viajeros, acababan en los hospitales medievales. En los siglos XVI y XVII tenían por objeto sacar a los mendigos de las calles, como el Hospicio General de los Pobres fundado por Inocencio XII o los Hôpitals des Pauvres Enfermez, inaugurados después de que en el París se prohibiera mendigar. Las mujeres encontradas mendigando en las calles eran azotadas en público y afeitadas.

El benedictino francés Jean Mabillon, conocido por haber sido el fundador de la paleografía y la diplomática, puso el acento en la práctica correccional. Mientras la justicia secular se preocupa por mantener el orden, la justicia eclesiástica debe velar por la salvación de las almas, inspirar la penitencia. Entre las nobles intenciones y la dura realidad, la distancia seguía siendo insalvable en la mayoría de los casos.

División del sistema penal

El Real Decreto sobre las Casas Penales de 1862 destacaba la peculiaridad exclusivamente femenina, que la hacía diferente de la masculina. En ambos casos, el sistema se dividió en tres organismos: casas penales para los condenados a más de dos años de prisión, prisiones judiciales para las penas cortas y casas de custodia para menores. A diferencia de las cárceles de hombres, dirigidas por funcionarios de la Dirección de Prisiones dependientes del Ministerio del Interior, las casas penales fueron confiadas a las Hermanas de San Vicente de Paúl, a las de la Providencia de la Inmaculada Concepción y a las del Buen Pastor. Las religiosas que trabajaban en las prisiones dependían de la madre superiora, quien informaba al director de la prisión.

Excluyendo los reformatorios para mujeres jóvenes, las órdenes religiosas administraban catorce casas penales y prisiones judiciales. En las cárceles de hombres, la conservación y mantenimiento de la capilla, farmacia, enfermería, cocina y lavandería eran encomendadas a las monjas.

Aunque ya se garantizaba a los reclusos el derecho a profesar libremente su religión, el estado era confesional. Se eximía a los judíos de cualquier forma de trabajo los sábados o durante los días festivos, y a los no católicos en general de los deberes religiosos, incluido el de participar en las oraciones y ceremonias. Se contemplaba invitar a un ministro o rabino protestante. El capellán siempre podía invitar a los reos a participar en las actividades espirituales.

Denuncias por humillación

Esta imagen la que suscitó fuertes críticas por parte del mundo secular. En los albores del siglo XX, dos periodistas y escritoras, Zina Centa Tartarini y Maria Rygier, –la primera educadora e inspectora de prisiones y la segunda comprometida en la lucha social y política–, se centraron en el papel desempeñado por las religiosas en las casas penales femeninas italianas a partir del análisis de casos concretos.

Tartarini, que usaba el seudónimo de Rossana, denunció en la revista ‘Nuova Antologia’ las condiciones ruinosas de los centros o la ausencia de escuelas y bibliotecas, y, sobre todo, la humillación cometida contra las internas que estaban obligadas a usar gorro de color como señal de la gravedad de la pena. El negro significaba cadena perpetua. Rygier tituló su artículo El monacato en las cárceles de mujeres y se centró en el personal religioso.

La madre superiora de la prisión de Turín, que acabó acusada, se defendió limitándose a sostener que su prisión iba “bien”. El anticlericalismo de Rygier fue más allá cuando asoció el hecho de rezar o arrodillarse con el “fanatismo de las monjas”. Por su parte, la marquesa Tartarini no podía dejar de elogiar el trabajo de las monjas, que lo hacían bien si estaban adecuadamente preparadas.


*Artículo original publicado en el número de mayo de 2023 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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