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Tribuna

Una Navidad que no cabe en un “Feliz Navidad”

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Hay años en los que decir “Feliz Navidad” sale solo, casi sin pensarlo. Y hay otros en los que la expresión se queda pequeña, estrecha, incapaz de contener lo que se vive. No porque la Navidad no sea verdadera, sino porque la vida, tal como viene, no cabe en una felicitación.



Este año, para mí, es uno de esos. Mi madre con una rotura de cadera. Mi padre ingresado con una neumonía. Las llamadas que se suceden, los hospitales, la preocupación que no se apaga al caer la noche. Y, al mismo tiempo, mis hijas, que necesitan presencia, estabilidad, cuidado. La tensión —a veces silenciosa, a veces agotadora— entre atender a los mayores y sostener la vida pequeña que crece en casa. Todo eso conviviendo en los mismos días en los que el calendario insiste en desearnos felicidad.

No reniego de ese deseo. Pero confieso que me rechina. Porque no alcanza a nombrar ni la hondura de lo que celebramos ni las circunstancias concretas en las que tantas personas estamos viviendo esta Navidad.

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Navidad sin luces

La Navidad no empezó con luces ni con mensajes amables. Empezó con una mujer dando a luz lejos de casa, con un niño envuelto en pañales, con la fragilidad como signo. Un Dios que no ha llegado a nuestra historia para resolver nuestros problemas, sino necesitando el concurso de nuestra frágil libertad para al menos afrontar lo que cada día nos trae la vida. Que no evita la noche, sino que entra en ella. Quizá por eso, cuando la vida se vuelve frágil, dependiente, vulnerable, es cuando la Navidad se vuelve más verdadera, aunque también más incómoda.

En estos días, la oración se me ha quedado desnuda. Apenas una frase: “En ti confío”. No como consigna piadosa, sino como acto de abandono. Confiar cuando no se entiende, cuando no se controla, cuando no se puede más. Y junto a esa frase, una imagen bíblica que vuelve una y otra vez: “Fuente de mi jardín” (cf. Ct 4,15). Dios no como explicación de lo que pasa, sino como fuente que alivia y que sostiene cuando la tierra parece seca.

La adversidad tiene algo paradójico: todo se agolpa. El cansancio, el miedo, la responsabilidad… pero también la vida. El cuidado se vuelve central. Cuidar cuerpos frágiles, acompañar procesos lentos, sostener rutinas mínimas. Y en ese cuidar, uno descubre que ahí —justo ahí— también está Dios. No al margen, no por encima, sino implicado.

Y entonces aparecen ellas. Personas conocidas o anónimas. Un mensaje breve. Una llamada inesperada. Un “¿cómo estáis?” sincero. Un gesto pequeño que no soluciona nada, pero que ensancha el alma. Presencias que no hacen ruido, pero que te hacen sentir un poco menos solo. Ángeles cotidianos, sin alas ni discursos, a través de los cuales Dios también se comunica, también cuida, también sostiene.

Belén de la Real Casa de Correos (fuente: Comunidad de Madrid)

Belén de la Real Casa de Correos (fuente: Comunidad de Madrid)

No llegan con respuestas. Llegan con cercanía. Y eso basta.

Quizá por eso esta Navidad no me nace tanto felicitar como agradecer. Agradecer a quienes se hacen mediación de consuelo. A quienes, sin saberlo, encarnan ese Emmanuel discreto que no suelta la mano, aunque el camino sea incierto.

Tal vez necesitemos otras palabras para estos días. O, al menos, ampliar el significado de las de siempre. Decir Feliz Navidad no como exigencia de alegría, sino como deseo profundo de no estar solo. De ser cuidado. De encontrar, en medio de la noche, una fuente que siga manando.

Porque la Navidad no siempre se puede felicitar. Pero siempre —siempre— será habitada por Aquel que sabe en primera persona de nuestra vulnerabilidad.