Tribuna

El abuso de consagradas: una herida en la Iglesia que requiere parresía

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El abuso de mujeres consagradas es una realidad más extendida de lo que uno se pueda imaginar y alrededor de la cual todavía hay indiferencia y silencio. Es algo oscurecido y silenciado dentro del tejido eclesial. Una realidad en parte desconocida en sus múltiples facetas como las dinámicas que se entrelazan, las causas desencadenantes o los efectos del sufrimiento que se manifiestan con el tiempo en la vida de las personas heridas.



Las mujeres víctimas de estas formas de abuso luchan durante mucho tiempo con un profundo dolor y sufrimiento, con la pérdida del horizonte vital, con la sensación de desconcierto que también afecta a su experiencia de la fe y con el esfuerzo por reconstruir la dignidad de la persona y el sentido de la propia vida. Conceptos como protección, prevención, formación y justicia son demasiado ajenos a este tipo de abusos.

Escribir algo sobre esta realidad requiere de delicadeza y respeto para no volver a violar la intimidad de estas personas. No es la curiosidad la que debe guiarnos, sino el deseo de una verdadera escucha que nos comprometa en un cambio y en una conversión. Estamos hablando de una forma de abuso “familiar” que requiere una observación sistémica para ser entendida.

Entorno “familiar”

Abuso “familiar” porque se da con frecuencia en la estrecha red de relaciones intraeclesiales: sacerdote y monja, formadora, superiora y joven en formación. Responde a las leyes del silencio del abuso incestuoso intrafamiliar, esto es, callar, esconder, negar y pactar con el culpable.

En ocasiones se defiende al autor del abuso por conveniencia económica o por la reputación de la propia congregación o del abusador cuando es muy influyente en el panorama eclesial. Además, en el caso de abusos a las mujeres consagradas, la cultura que mezcla autoridad, obediencia y silencio es muy fuerte y favorece de alguna manera este mismo sistema defensivo.

Observación sistémica: quien abusa logra llevar a cabo el delito y queda impune precisamente por el sistema de cobertura en el que opera sin ser molestado. Muchas veces se crea una fuerte complicidad, alimentada por lazos exclusivos con superiores eclesiásticos disponibles para certificar la buena reputación y conducta íntegra de alguien que se ha visto envuelto en una conducta abusiva.

Si se observa con atención, el sistema dentro del que se da toda forma de abuso es marcadamente patológico, capaz de incorporar simbióticamente y envolver a los que se adaptan, pero también de aislarlos y expulsarlos, manteniendo siempre milagrosamente su autonomía en la lectura de la realidad y por tanto de juicio; y expresa observaciones críticas y manifiesta actitudes y elecciones que no son conformes con la mayoría. Al mismo tiempo, es un sistema extremadamente resistente a cualquier estímulo externo.

Dos elementos que caracterizan a las comunidades con alto potencial de riesgo de abuso: el uso instrumental de los valores y el estilo de liderazgo en las comunidades.

Uso instrumental de los valores

En estas experiencias de vida comunitaria es frecuente el uso instrumental de los valores intrínsecamente ligados a la elección vocacional: los votos –pobreza, castidad, obediencia–, la oración, el sentido atribuido a la Palabra de Dios, la celebración de los sacramentos, el hábito del acompañamiento espiritual, la dinámica intrínseca de y en la vida comunitaria y el desempeño del propio servicio apostólico.

Todo esto contribuye a formar realidades en las que relaciones de manipulación, explotación, dependencia y espiritualización crean el sustrato donde echan raíces diferentes formas de abuso. Por desgracia, en estas formas de vida, la obediencia, o más bien la sumisión, se presenta como una virtud absolutamente fundamental. La pobreza se utiliza para justificar una dependencia y un control excesivos por parte de las superioras.

La castidad, mal presentada durante la formación y el acompañamiento, puede conducir a formas de negación de las necesidades emocionales y afectivas normales en cualquier persona, a censurar la experiencia sexual en todas sus expresiones y contenidos y a integrar con dificultad la propia identidad sexual.

El estilo de liderazgo

Liderazgo patológico, discernimiento débil, reclutamiento excesivamente rápido… En comunidades donde las distintas formas de abuso de autoridad favorecen un contexto de manipulación, la obediencia-sumisión es casi absoluta y se vive según un estilo pasivo reconocido como virtud fundamental.

Esto lleva lenta, pero inexorablemente, a una transformación patológica del concepto de fidelidad al carisma que se transforma en fidelidad a los gustos y preferencias de una persona determinada que, a su vez, decide arbitrariamente quién puede aprovechar las posibilidades formativas, las tareas apostólicas más o menos gratificantes, la responsabilidad dentro del grupo, etc.

Como si se tratara de un premio otorgado a las personas más dóciles, acríticas y, de hecho, sumisas. Esta forma de liderazgo severamente manipulador, absoluto y totalizante tiene graves repercusiones en la comunidad, ya que favorece la regresión de sus integrantes, dejando espacio para dinámicas de idealización del líder y de servilismo a su voluntad.

En este sentido es interesante, y habría que releerlo y estudiarlo con mayor atención, lo que ocurre en las comunidades mixtas con presencia de laicos, familias, consagradas, religiosas y sacerdotes, que son aparentemente poco jerárquicas, sin límites precisos y con un número considerable de comportamientos misceláneos, guiadas por personajes “magnéticos” a los que se les atribuye y reconoce un papel absoluto y que son también muchas veces objeto de veneración.

Estas realidades recién fundadas corren el riesgo de ser una especie de iglesia paralela autosuficiente y autorreferencial, en la que la formación está prácticamente ausente o se centra únicamente en la palabra del fundador, que se convierte también en el único intérprete de la palabra de Dios. Son comunidades dentro de las que se vive frecuentemente una confusión entre fuero externo y fuero interno, falta de discernimiento y formación débil y controlada.

Es precisamente el discernimiento el que responde más a la realidad del reclutamiento como respuesta a conversiones rápidas que llevan a la persona a idealizar al líder, al sistema de vida y a experimentar cambios existenciales tan repentinos y absolutos como poco elaborados y radicados en la persona.

Raíz familiar de los vulnerables

Desde un profundo respeto, podemos recopilar algunos rasgos breves, presentes de forma transversal, en la historia familiar de las personas con mayor riesgo de ser identificadas por potenciales abusadores precisamente por ser más vulnerables: una forma de “moral” religiosa severa, intransigente y fundamentalista, formas de excesiva expresión emotiva de la fe, formas algo mágicas de ritualidad y mucha espiritualización de la realidad, hábito aprendido en la familia de idealización de la figura sacerdotal y, en todo caso, el reconocimiento de una superioridad de la figura masculina en la gestión de la vida, una educación orientada a vivir todos los valores con rigor y una disciplina alimentada por un sentido del deber absoluto.

Sin embargo, también hay que considerar con mucha atención otro hecho: ¡quienes abusan eligen a sus víctimas y difícilmente se equivocan! En la realidad del crimen cometido contra las consagradas, muchas veces se “elige” a mujeres jóvenes muy sensibles a los valores religiosos, con un particular refinamiento en la búsqueda espiritual, una profunda capacidad de reflexión, pero con formas, a menudo inconscientes, de idealización hacia el rol y la persona del sacerdote.

¿Qué esperan de nosotros las personas heridas por los abusos? ¿Cómo debería ser la escucha?

Esperan ser reconocidos y acogidos como personas, no solo como víctimas, que se les crea en su dolor y que se les escuche con respeto. Aquellos que han sido heridos en la Iglesia quieren tener el derecho de elegir si permanecer en ella o abandonarla. Esperan justicia, quieren que se indique claramente quién hizo qué. Quién cometió el abuso y quién es la víctima que lo sufrió.

Esperan estar sujetos al proceso judicial y no tener que pasar por él sin la participación adecuada. Debemos ser conscientes de que cuando una persona llega pidiendo una audiencia ya ha recorrido un camino muy difícil y sigue bregando con la vergüenza y la culpa, con el miedo de que el otro que le escucha no le crea.

Se debe crear un clima de confianza, delicadeza y respeto, se deben evitar por completo el juicio y los prejuicios, las actitudes que minusvaloran, las prisas e incluso las mínimas expresiones de molestia, disgusto o rechazo por lo que se escucha porque sería como repetir el abuso en sí mismo. Debemos experimentar la escucha compasiva en su verdadero significado.

Abuso como acoso

En la práctica de la escucha y el acompañamiento hay constantes que merecen atención como el abuso de conciencia como trágico preludio del abuso sexual y la frecuencia del abuso en adultos vulnerables. Existe una estrecha conexión entre el abuso de conciencia, el espiritual y el sexual: la clave interpretativa de esta forma de abuso radica en el ejercicio de la autoridad espiritual de manera retorcida e inadecuada con respecto a su propósito específico, el de acercar al otro a Dios.

Estos abusos se producen tanto en las antiguas como en las nuevas formas de vida consagrada o en movimientos y asociaciones en los que el fundador/fundadora o superior/superiora manipulan la conciencia de los miembros explotando su relación con Dios.

Suele suceder con más frecuencia en las relaciones de confianza y entrega de la intimidad a un sacerdote en momentos como el acompañamiento espiritual y la confesión. Es en este ámbito tan delicado donde se llevan a cabo los actos y gestos abusivos, entre los que se incluyen formas de acoso hasta los abusos sexuales graves.

Las personas heridas, el adulto vulnerable: en el acompañamiento terapéutico nos encontramos con frecuencia con adultos que ya han sido abusados cuando eran menores y en cuya historia personal se ha repetido el maltrato.

Sin perjuicio de la vulnerabilidad que comportan ciertas formas de discapacidad o de patologías psiquiátricas graves, la realidad de las situaciones existenciales es más amplia y articulada. A pesar de ser una realidad generalizada, es como si estuviera entre paréntesis y no se reconoce del todo porque es difícil de explicar y se investiga poco.

Muchos servicios interdiocesanos y diocesanos hablan solo de la protección de los menores, que es una realidad importante pero parcial. Las personas abusadas hoy en día suelen ser los niños o niñas de ayer que fueron una vez abusados en el contexto familiar en sentido estricto (padres), en la familia extensa (parientes) o en el círculo de amigos de la familia.

La experiencia de escucha de los adultos nos presenta al menos tres niveles de vulnerabilidad que invitan a la reflexión

  • Primer nivel esencial: la vulnerabilidad comienza cuando una persona confía en otra, cuando comparte con otro que considera digno de su confianza experiencias y momentos difíciles de su vida.
  • Segundo nivel: se viven momentos de especial vulnerabilidad en circunstancias vitales muy difíciles como la enfermedad, el duelo, la pérdida del trabajo, las relaciones intrafamiliares complicadas o las grandes dudas sobre la elección de vida. Son tiempos en los que crece la propia fragilidad y se agudiza la pérdida de seguridad y la sensación de soledad.
  • Tercer nivel: se refiere a aquellas situaciones de la vida que pueden despertar una vulnerabilidad más profunda, ligadas a traumas y a heridas ya presentes en la historia de la persona que, por diferentes razones, no se han superado o tratado. Reflexionando sobre la realidad del adulto vulnerable y los abusos que se dan en el contexto de las relaciones de acompañamiento espiritual y del sacramento de la confesión, surge cada vez con más claridad que las dinámicas de abuso son una señal de alarma en un horizonte más amplio donde es necesario darse cuenta de que no está “solo” la cuestión de los abusos en juego, sino también la cualidad sagrada de todo acto ministerial. Los abusos a las consagradas hacen evidente esta realidad que debe ser investigada y atendida.

Investigación y justicia

El Evangelio nos educa en la justicia, como reza la bienaventuranza “bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia”, es algo que desear y algo que rogar. Desear y rogar, esta es la experiencia que he conocido hasta ahora caminando junto a personas que han sufrido abusos, sobre todo, cuando son personas que no tienen relevancia, y sin un apoyo económico sólido porque después de un abuso, abandonan la congregación y resulta arduo reconquistar el derecho de vivir con dignidad.

Hay que pedir justicia, para quienes han sido abusados resulta muy difícil encontrar la fuerza para hacerlo y soportar la humillación de tener que depender nuevamente de alguien que tiene el poder sobre su vida y su persona. Son muchas las puertas a las que hay que llamar y es difícil encontrar abogados que, con fidelidad profesional, defiendan a los más débiles. Nos encontramos teniendo que defender a personas que tienen problemas personales y que pagan el alto precio de la vergüenza durante mucho tiempo.

¿Quién quiere defender a una monja? Las condiciones son mejores si la persona tiene una institución detrás que la sostiene, pero si se queda sola y no tiene recursos, es muy difícil y se corre el riesgo de comprometer la propia reputación al oponerse a una institución de prestigio y más fuerte y poderosa. Defender a los más vulnerables, incluso profesionalmente, es un riesgo y requiere valor y determinación. Podemos decir con parresía que es una opción evangélica: una forma preciosa de protección y prevención.

*Artículo original publicado en el número de enero de 2022 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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