Tribuna

Un peregrino llamado Francisco

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La noche del 13 de marzo de 2013, por esas cosas inexplicables que ocurren en la vida, me encontraba en la plaza de San Pedro. Estaba rodeada de miles de personas, éramos un sumatorio de nacionalidades y culturas, de lenguas, edades y visiones; caía la noche, por momentos una lluvia menuda se aproximaba y veíamos revolotear por entre las columnatas de la plaza una insistente paloma.



Todos nos encontrábamos en torno a un canto común. Entonábamos, reiterativamente y en latín, al mejor estilo de Taizé: “Magnificat, magnificat, magnificat anima mea Dominum”. Los rostros evidenciaban un anhelo, queríamos que se rompiera la noche con una buena noticia. Esperábamos aferrados a la certeza de que nuestro Dios nos lleva de la mano.

De pronto, apareció el cardenal protodiácono con el anuncio esperado: ‘Habemus papam!’. Hubo silencio, y el eco de un nombre, Bergoglio –fallecido hoy–, retumbó en toda la plaza y en el corazón de millones de personas a lo largo y ancho del mundo.

Tauran, cónclave de 2013

El cardenal Tauran anuncia el nombre del cardenal Bergoglio como próximo Papa, tras el cónclave de 2013

Tras unos segundos, la figura sonriente del elegido se asomó al balcón y nos regaló una necesaria dosis de buen humor, expresó sin titubeos que sus hermanos cardenales fueron a buscar al Papa casi “al fin del mundo”. La plaza se llenó de risas, se vistió de alegría.

Un obispo para Roma

No alardeó, sencillamente se sitúo como un obispo para Roma. Y lo primero que hizo fue rezar por el obispo emérito, Benedicto XVI. Su breve saludo contenía ya todos los elementos de su imparable reforma: manifestó que se empezaba un camino, unidos obispo y pueblo, un camino de amor y de confianza. Nos invitó a rezar, a pedir una gran hermandad y antes de dar su bendición, se dejó bendecir.

Jorge es su nombre, ignaciana su formación, franciscana su elección, radicalmente evangélico su estilo. Y durante los años de pontificado, nos puso de cara a la necesaria reforma, pero no esa que surge al compás de los líderes de turno, sino la que brota de la escucha fiel al Espíritu y a los signos de los tiempos.

Su travesía no ha estado exenta de sufrimiento, ha sido pascual, porque así es la vida. Le correspondió liderar en tiempos atravesados por la crisis; cuando las caravanas de migrantes, con su esperanza a cuestas, van transformando el mapa de la convivencia en el mundo; en tiempos de pandemia, de reiterada incertidumbre; con la guerra atrincherada en distintas fronteras de la tierra; en medio del tan diagnosticado cambio de época, que a todos nos supone repensar las respuestas e imaginar ese otro mundo posible.

Un hombre de oración

Su historia, su contexto, su tejido vital, le fueron dando a Francisco un modo propio de ser, de situarse, de interpretar la realidad. Al Papa le acompañaba la convicción de que Jesús llama y confiere misión. Su estilo apostólico surgía, sin lugar a dudas, como fruto de lo que el Espíritu le susurra, porque él era un hombre de oración, de esos que madrugan y buscan con insistencia el querer de Dios.

Sabiéndose llamado y consciente de que el seguimiento de Jesús conlleva una continua conversión, estuvo empeñado en conducir a la Iglesia a retornar, sí, a volver a Jesús como un acto de auténtica fidelidad. Su intención fue que el Evangelio esté en el centro, que vuelva a resonar lo más genuino del espíritu que animó el Concilio Vaticano II, que nos reconozcamos en una eclesiología que se configura al ritmo del Espíritu y en la escucha al Pueblo de Dios. Volver como una manera de anclarse en lo definitivo, en lo que fundamenta la vida y define la identidad.

Retornar le ha supuesto renovar. Animar a los creyentes a hacer posible la reforma de mentalidades, estructuras, modos anquilosados, pero, sobre todo, de actitudes, de todo eso que aleja del querer de Dios para su pueblo. Lo suyo fue un convocar sin tregua a la conversión, esa que surge de la escucha y que alcanza cauce de realización en la vivencia de cuatro sueños: social, cultural, ecológico y eclesial.

Convocados al encuentro

Su magisterio nos convoca al encuentro: con la realidad, con el otro, con el plenamente Otro; y esto supone receptividad, acogida, hospitalidad… Superar narcisismos y vivir desde la lógica de la compasión, en la que siempre hay lugar para los demás. El encuentro como una manera de retornar a lo fundamental, a lo que se gesta en lo profundo.

El camino de su vida fue el camino de su fe. Y el encuentro con el Dios encarnado le moldeó el corazón, haciendo de él un creyente al servicio de lo que humaniza. No hay dicotomía: fe y vida eran en Francisco una unidad que le definían como un pastor empeñado en la construcción del Reino de Dios, en dignificar, en levantar, en trabajar por el desarrollo humano integral.

En este ‘kairós’ eclesial, Francisco quiso recordarnos que este es un tiempo privilegiado para el encuentro. Nos invitaó retornar a lo más auténtico de la relación con Dios y entre nosotros.

Con la mirada en Dios

En su peregrinar por la espiritualidad ignaciana, el Papa seguramente repitió muchas veces: “Dame tu amor y tu gracia, que eso me basta”. Y tal vez conocía ese poema en el cual Tagore, con radical elocuencia, expresa: “Déjame solo aquel poco de mí con el que pueda llamarte mi todo”. Lo vimos caminar con la mirada puesta en Dios, aferrado a la certeza de que Él es el Absoluto, el “siempre Mayor”, y de que todo lo demás es relativo. La libertad con la que le vimos vivir y situarse solo puede fluir de una experiencia radical de encuentro con Jesucristo.

El trasiego de la Iglesia durante su pontificado estuvo marcado por múltiples contradicciones, tensiones latentes y abiertos opositores al magisterio del Papa. Conflictos no han faltado y, sin embargo, él se mantuvo dueño de sí, dotado de cordura, de serenidad, de discernimiento lúcido, y esto solo puede brotar de la confianza en Dios. Él fue la fuente de su paz.