Tribuna

Un cuadro para contemplar el Viernes Santo: la ‘Crucifixión’ de Juan de Flandes

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Juan de Flandes fue pintor de la reina Isabel la Católica, en cuya corte está documentado en 1496. Años más tarde, en 1509, encontramos al pintor trabajando en el retablo mayor de la Catedral de Palencia, donde contemplaríamos originalmente esta ‘Crucifixión’, entre la escena de ‘Cristo camino del Calvario’ y el ‘Entierro de Cristo’. 



El formato horizontal de la pintura, para adecuarla a las medidas del retablo, exige del pintor una mayor creatividad para resolver una composición compleja en cuanto el espacio y el número de figuras. Realismo y simbolismo, dos caracteres propios de la escuela flamenca del siglo XV, se funden introduciendo una gran riqueza de significados en la pintura.

Rostro suficiente

La escena está centralizada por la figura de Cristo crucificado, acorde al tipo iconográfico generalizado en el siglo XIII, con tres clavos, coronado de espinas y con una anatomía modelada de forma realista a partir del claroscuro. Su humanidad, su rostro sufriente, se alejan de la imagen de los crucificados triunfales que se habían representado durante el románico.

En su costado se abre la llaga de la que brotan agua y sangre (Jn 19, 34), símbolos de bautismo y eucaristía a partir de las exégesis patrísticas. Estos mismos escritos había referido como la llaga del costado simbolizaba el nacimiento de la Iglesia, a su vez prefigurado por el nacimiento de Eva del costado de Adán.

La cruz representada por Juan de Flandes, que responde a la tipología ‘decapitata’, propia de los primitivos flamencos, es rematada en su parte superior por una filacteria con la inscripción INRI (‘Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum’), que presenta a Cristo como rey de los judíos. A los lados del travesaño horizontal, el sol y la luna, recordando el eclipse que se produjo en el instante de la muerte de Cristo (“Toda la tierra se cubrió de tinieblas hasta la ora nona. Se oscureció el sol…”, Lc 23, 44). Además, la representación del sol oscurecido implicaba el cumplimiento de la profecía de Amós: “Aquel día, dice el Señor Yaveh, haré que se ponga el sol a mediodía, y en pleno día tenderé las tinieblas sobre la tierra” (Amós 8, 8).

El eje central de la cruz ordena la disposición del resto de personajes, entre los que destaca el intenso dolor de la Virgen en consonancia con el himno litúrgico del ‘Stabat Mater’, con notable influencia en la iconografía desde el siglo XIII. Junto a ella, san Juan evangelista, María Salomé, María Cleofás y María Magdalena, especialmente destacada por la riqueza de su vestido, por su gesto orante y por el pomo de los ungüentos que nos remite al posterior episodio de la resurrección, recordando que la muerte no tiene la última palabra.

En torno a este motivo, sobre el monte Gólgota, advertimos otros detalles: las piedras preciosas, alegoría de la Jerusalén Celeste, de acuerdo con la descripción apocalíptica; un pequeño coral, símbolo de la sangre derramada por Cristo; y una calavera que remite a Cristo como “nuevo Adán” y subraya el valor redentor de la cruz sobre el pecado.

Arrepentimiento y conversión

Juan de Flandes completa su composición con dos jinetes dispuestos en sentido inverso bajo la cruz, revelando su condición de gran animalista. Con un tocado de plumas, que el pintor añade con posterioridad al dibujo subyacente, como demuestran las radiografías realizadas a la pintura, se representa al centurión que contempla conmovido la figura del crucificado. Su identificación se nos ofrece en la inscripción “synturiun”, casi imperceptible en el remate aterciopelado de su vestimenta.

Su imagen de arrepentimiento y conversión se contrapone a la actitud del segundo jinete, cuyo rostro denota cierta indiferencia ante el crucificado. El dominio técnico de Juan de Flandes, reflejado en los aderezos del caballo, en la rugosidad de las plumas, los brillos de los rasos o la dureza de las piedras, se completa con el tratamiento de brillos y reflejos de la anacrónica armadura del primer término de la pintura. Este soldado, considerado el lancero que traspasa el soldado de Cristo, recuerda el cumplimiento de las Escrituras: “Esto sucedió para que se cumpliera la Escritura, que dice: ‘No le quebrarán ningún hueso’. La Escritura dice también en otro pasaje: ‘Mirarán al que traspasaron” (Jn 19, 37-37). Su posición, de espaldas al espectador, subraya la sucesión de planos compositivos en esta pintura, pero sobre todo invita al fiel a contemplar al Crucificado con la misma veneración que él lo contempla. Personaje y fiel quedan identificados en la contemplación de Cristo.

Como fondo de las figuras divisamos la ciudad de Jerusalén, en la que se advierten estructuras centralizadas anacrónicas que evocan la arquitectura del Santo Sepulcro. Sobre el cielo, con esquemáticos trazos, las aves, también han sido interpretadas en la clave simbólica propia de los primitivos flamencos e inspirada en este caso en ‘La Historia Natural’ de Plinio: a la derecha dos lechuzas, propias del mundo de la oscuridad y de la muerte, y a la izquierda dos golondrinas que evocan la resurrección de Cristo.

Esta combinación de realismo y simbolismos disfrazados convierten la ‘Crucifixión’ de Juan de Flandes en una de las iconografías de la pasión de Cristo más ricas del Museo del Prado. Pero no hay que olvidar que en origen estaría en el cuerpo inferior del retablo de la Catedral de Palencia, y que, durante la consagración, cuando el sacerdote elevara la Sagrada Forma, Ésta coincidiría prácticamente con la pintura, recordándonos que en la Eucaristía se renueva el sacrificio del Cristo y haciendo patente la relación del arte con la liturgia.

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