Tribuna

Sinodalidad (IV): el ecumenismo forma parte de ella

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La sinodalidad nos plantea el reto de mirar muy bien hacia el interior de la Iglesia, hacia su estructura y formas actuales, porque es lo que hay que cambiar para hacerla mucho más “Iglesia de Evangelio”. Con nuestros medios digitales podemos afirmar que el mundo, hoy, no tiene distancias y de ahí que podamos tener nuestras reuniones estando en países y hasta en continentes diferentes. Nuestros jóvenes contactan con otros de culturas y países diferentes a través de las redes sociales creando auténticas comunidades internacionales.



Quien crea que al camino sinodal no le afecta el ecumenismo está equivocado. No podemos variar nuestras estructuras internas y pretender que las externas sigan siendo de “visita de cortesía”. La globalización de nuestro mundo -para lo bueno y para lo malo- también afecta a nuestras relaciones eclesiales con otras confesiones. Además, está la realidad de países donde el ecumenismo es una vivencia diaria con miembros de una misma familia pertenecientes a distintas confesiones.

Fractura confesional

Esta realidad de la pertenencia a diferentes confesiones planteaba, desde hace muchos años, en los matrimonios el problema de no poder participar plenamente en la Eucaristía o en la Santa Cena, según fuera el caso. He sido testigo, para mi sonrojo, que cuando se planteaba el tema, además de no dar una respuesta porque en ese momento no se podía, se intentaba argumentar con el hecho de presentar a ese matrimonio como la evidencia de lo que la “fractura confesional” conllevaba y, por si fuera poco, que era algo que tenían que haber pensado antes de casarse.

Quiero creer que quién replicaba -porque eso no es argumentar- desde esa idea no era consciente del daño que provocaba porque, primero, cada una de las partes de ese matrimonio no había elegido pertenecer a una u otra confesión, sino que la fe les había llegado precisamente por estar bautizados y ser miembros de una Iglesia -tengo la costumbre de escribir esa palabra con mayúscula independientemente de la confesión a la que represente- que les había transmitido la fe y, segundo, porque ellos no buscaban ser la evidencia de nada, y semejante argumentario los victimizaba como si esa realidad fuera culpa de ellos.

Tiempo de interpretaciones

El Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos ha publicado recientemente el documento “El obispo y la unidad de los cristianos”, en el que parece abrir la puerta a la petición que los obispos alemanes han hecho respecto a poder participar plenamente de la eucaristía a miembros de otras confesiones. Habrá que ver en qué queda todo esto porque ahora llega el tiempo de las interpretaciones que, normalmente, suponen más complicaciones que el asunto en sí mismo. Sin embargo, quedémonos con lo bueno y veamos que, al menos, ya no se rechaza plantear esa posibilidad.

El ecumenismo también forma parte del camino sinodal. Quien me lea habitualmente sabe que, en la Iglesia, no tengo ningún optimismo; tengo esperanza y, desde esa esperanza, no puedo decir que la unidad esté rota, sino más bien que tiene fisuras y siempre las buscamos en las cuestiones dogmáticas, como asumiendo que eso son palabras mayores y poco avance puede haber por ahí. Sin embargo, además de cuestionarnos nuestras diferencias en la fe, ¿nos cuestionamos las diferencias en las estructuras eclesiales? ¿Por qué siempre pedimos al Espíritu que sople “vientos de unidad” en lugar de reconocer que el Espíritu es fuente de rica diversidad? Hemos de aprender a diferenciar entre aquello que nos distingue de lo que nos separa -que es lo que necesita “reformarse”- porque no son lo mismo.

Camino vital

En este momento nos enfrentamos todos a los mismos problemas, retos, penurias, amenazas y, por no quedarnos en lo negativo, también a las mismas oportunidades, posibilidades, y esperanzas. Caminamos todos por el mismo camino vital, guste o no guste a algunos. Como seres humanos necesitamos hacer frente común para recuperar la esencia de nuestra humanidad que, en algún momento, debimos perder a tenor de los despropósitos que vemos en nuestro entorno.

Como cristianos estamos llamados a confesar que Jesús es el Señor -de palabra y por las obras- y lo hacemos con diferentes acentos que, lejos de enfrentarnos, nos deberían enseñar a vivir al estilo de ese Jesús que confesamos. Contrariamente a lo que pensamos, o a lo que muchas veces nos han hecho creer, Jesús no nació aprendido por ser Dios. Si algo deja claro el evangelio es la capacidad de escucha y lo que esa escucha supone para él de aprendizaje.

Articular un argumento

Las necesidades de quienes se le acercaban fueron su escuela práctica y actuaba en consecuencia; nunca perdió el tiempo en intentar convencer a nadie; lo que tenía que decir lo decía, pero nadie puede leer en el evangelio que empleara una palabra de más en articular un argumento; su forma de vida, su coherencia entre lo que decía y hacía era suficiente.

Se suele decir que cuando Jesús vuelva con toda seguridad nos encontrará reunidos, pero no unidos. Puede que así sea y hasta que estemos tratando de cómo solucionar el problema que supone creer en él desde confesiones diferentes. Somos peces acostumbrados a nadar en peceras seguras que confundimos con peceras protegidas. ¿Protegidas de qué, o de quienes? Salimos por un ratito, pero regresamos cuanto antes a nuestra pecera, la de toda la vida, la de las costumbres que se convierten en formas de vida rutinarias con frecuencia.

La vivencia del ecumenismo no es que agrande la pecera, es que invita a nadar en mar abierto y sí, puede haber problemas y hasta peligros, pero hay horizonte de encuentro y aprendizaje. Seguramente habrá que quien crea que todo avance en el ecumenismo depende de que regresen “los que se fueron”, sin embargo, ¿qué hicimos, qué hacemos los que “nos quedamos”?

Renovar la vida

Afortunadamente ni unos ni otros hemos podido aprehender como propio al Señor de todos que se sigue manifestando libremente, y nos sigue brindando la oportunidad de renovar nuestras formas de vida, nuestras estructuras que muchas veces son muro que separa en lugar de camino que une y propicia el encuentro. Antes de que el cristianismo recibiera este nombre, a Jesús y a sus seguidores se les conocía como “los del camino”. ¿No nos da una pista esto?

Tal vez estemos llamados a reencontrarnos o, tal mejor, a desbrozar ese camino por que el transitaba Jesús con los suyos -que somos todos los que lo confesamos Señor- y a hacerlo, como católicos, desde el camino sinodal que nunca debió abandonar la Iglesia. ¡Nos estamos jugando mucho!