Tribuna

Sanar con Cristo: una espiritualidad encarnada para tiempos de heridas

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“No son los sanos los que necesitan del médico, sino los enfermos; no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mc 2, 17).



A quienes cuidan con ternura a sus hermanos y hermanas en residencias y enfermerías, les debo una de las lecciones más profundas del Evangelio: el amor del Buen Samaritano no se predica desde el púlpito, se aprende arrodillado junto a la cama del que sufre.

Introducción: Desde las heridas hasta el corazón

Vivimos en un tiempo donde el dolor parece haberse multiplicado. Heridas que se esconden detrás de sonrisas, que se disfrazan de eficacia, que a veces incluso se maquillan con espiritualidad. Pero el alma, cuando está herida, grita. A veces en silencio, otras con desesperación. Y lo más triste es que muchas de esas heridas no encuentran eco, ni espacio, ni consuelo. Solo más ruido, o más juicio.

Comprendí esto con especial claridad en un país de Asia Central donde me tocó vivir durante 18 años. Allí, en medio de las consecuencias aún frescas de una guerra civil, vi rostros marcados por el hambre, la violencia, el miedo. Pero también por una dignidad silenciosa. Hombres y mujeres que habían perdido todo, menos su humanidad. Fue allí donde entendí que, cuando el dolor es tan hondo, solo una fe encarnada puede sostener.

Y hoy, cuando veo lo que está sucediendo en zonas como Gaza o Ucrania, no puedo evitar revivir ese mismo clamor. Personas inocentes atrapadas entre intereses que las sobrepasan, familias arrancadas de sus hogares, niños heridos en cuerpo y alma, padres que entierran a sus hijos sin entender por qué. Son rostros que nos miran desde la cruz de la historia y nos preguntan: ¿Dónde está Dios? ¿Dónde estamos nosotros?

En ese contexto, hoy las palabras del difunto papa Francisco me resuenan con fuerza. En una entrevista publicada en ‘La Civiltà Cattolica’ en 2013, decía:

“Veo la Iglesia como un hospital de campaña después de una batalla. Es inútil preguntar a un herido grave si tiene el colesterol o el azúcar altos. Hay que curarle las heridas. Luego ya hablaremos de todo lo demás”.

Esta imagen no es solo poética. Es profundamente evangélica. Y tremendamente actual. Porque hay demasiadas batallas que siguen abiertas, demasiadas almas rotas, demasiadas heridas que claman por una Iglesia que no juzgue primero, sino que primero abrace.

Cuidado

1. El clamor de las heridas

Jesús no vino a buscar a los sanos. Vino por los rotos, los caídos, los que ya no podían más. Lo dijo sin rodeos: “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”.

Hoy, muchas personas -dentro y fuera de la Iglesia- caminan cargando dolores profundos: relaciones quebradas, abusos camuflados de disciplina, heridas espirituales disfrazadas de formación, frialdades emocionales donde debería haber consuelo. Todo eso duele. Y cuando no se nombra, se enquista.

He acompañado a personas marcadas por el sufrimiento que no necesitaban una clase de moral, sino alguien que les dijera: “Estoy contigo”. Que las mirara sin asco, sin miedo, sin apuro. Porque la sanación comienza por ahí: por la mirada.

¿Estamos dispuestos a ver con los ojos de Cristo?

¿A no pasar de largo, como el levita?

¿A detenernos, aunque no tengamos respuestas?

2. Cuando “salvar la institución” pesa más que sanar al hermano

Me duele reconocerlo, pero lo he visto: hay ambientes eclesiales donde hablar de heridas es incómodo. Donde se prefiere maquillar antes que sanar. Como si nombrar el dolor pusiera en riesgo la imagen. Pero callar el dolor no protege a la Iglesia, sino que la asfixia.

Cristo no vino a salvar estructuras. Vino a salvar personas, a personas concretas. Con historias reales. Con pecados y miserias, sí. Pero también con sed de amor.

El Buen Samaritano no preguntó por el pasado del herido. Lo cargó, lo curó, lo acompañó. Ese es el modelo para seguir. No hay otro.

3. Un mercado de promesas sin redención

Cuando la Iglesia no ofrece un espacio de sanación real, otros lo ocupan. Y surgen ofertas de espiritualidad light, mezclas de bienestar emocional y misticismo superficial, talleres de “sanación interior” que olvidan que sin cruz no hay redención.

No es que la gente rechace a Cristo. Muchas veces no lo encuentran donde se suponía que debía estar. Y buscan alivio donde pueden. El problema no es esa búsqueda. El problema es que, sin Cristo, todo termina siendo alivio momentáneo.

Una fe que no toca las heridas es solo ideología. Una espiritualidad sin redención es solo evasión. 

4. ¿Qué propone la fe cristiana?

Cristo no promete una vida sin dolor. Pero sí promete estar ahí, dentro del dolor. Y eso lo cambia todo. Él es el Médico que no solo ve la herida, sino que la carga. Que no solo consuela, sino que transforma. Que no solo acompaña, sino que salva. La fe cristiana no es una teoría de consuelo. Es una experiencia viva de encuentro con quien ha vencido el dolor desde dentro.

Y cuando la Iglesia vive desde ahí (no desde sus miedos, ni desde sus seguridades) se convierte en un lugar verdaderamente humano. Un hospital de campaña donde las heridas no se esconden, sino que se abren a la gracia.

5. ¿Qué necesitamos con urgencia?

Desde mi experiencia pastoral, tanto en comunidades heridas por la guerra como en contextos de aparente normalidad, veo cinco necesidades urgentes:

  1. Espacios donde se pueda llorar sin miedo. Donde las lágrimas no se vean como debilidad, sino como oración.
  2. Formación que integre corazón y cabeza. La espiritualidad sin madurez emocional puede hacer daño.
  3. Una sana alianza entre psicología y teología. No para confundirlas, sino para sumar luces sobre el misterio humano.
  4. Testigos, no expertos. Personas que hayan sido heridas y sanadas. No que hablen desde la teoría, sino desde el barro.
  5. Una Iglesia que se parezca a Jesús. Que toque, que escuche, que se ensucie. Que no tenga miedo de arrodillarse.

Conclusión: Sanar con Cristo, no con maquillaje espiritual

Queremos una Iglesia creíble. Pero eso no vendrá por discursos bien elaborados. Vendrá cuando seamos capaces de curar sin miedo y acompañar sin juzgar.

Cristo no nos llama a ofrecer “paz interior”, sino salvación. No a repartir frases bonitas, sino a entregar nuestra vida. No nos pide perfección, sino verdad.

Humildemente, tengo que decir que yo he visto el rostro del sufrimiento. He caminado entre ruinas, donde la guerra dejó más preguntas que respuestas. Y allí entendí que el Evangelio solo tiene sentido cuando se encarna. Cuando toca la herida y la transforma.

No se trata de revolver el pasado. Se trata de dejar que Cristo entre en él. Porque Él no vino a salvar estructuras. Vino a salvar personas. Y sigue haciéndolo. Si nos dejamos.

“Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11, 28).


*Fr. Carlos Ávila O.P/ Convento de Nuestro Padre Santo Domingo (Torrent)