El suicidio del joven sacerdote italiano don Matteo Balzano, con tan solo 35 años, el pasado 5 de julio, ha conmocionado la Iglesia en Italia y más allá de sus fronteras, suscitando en los medios de comunicación social reacciones y reflexiones de diverso tipo. Paradójicamente, una semana antes pude participar en Roma, en el marco del Jubileo de los seminaristas y sacerdotes, de un Simposio internacional titulado “Sacerdotes felices”.
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El suicidio es una tragedia humana y un problema complejo en el que se mezclan cuestiones antropológico-psicológicas, morales y teológicas, como ha mostrado el reciente libro de mis colegas en la UPSA A. Salgado, F. García y R. A. Pardo. Todo suicidio plantea muchas preguntas, pero aún más si se trata del de un sacerdote que ha hecho de toda su existencia, en Cristo y por Cristo, una entrega a Dios y a los demás.
Un ministerio alegre
¿Cómo es posible dar la vida quitándosela? ¿Hasta dónde puede llegar la oscuridad y tristeza del alma para ahogar un ministerio que es ante todo “servicio a la alegría”, en palabras de san Pablo (2 Co 1,24)? ¿Qué les está pasando a los sacerdotes?
Estas y otras tantas cuestiones nos asaltan. Orar es también preguntar a Dios “por qué”, como hizo Cristo desde la cruz. Sin pretender responder a las razones o causas –por no ser este el lugar y porque muchas quedan en el misterio inescrutable de cada persona ante la misericordia del Padre–, sí podemos aprender algunas lecciones de este hecho luctuoso para el momento actual.
La primera es una llamada a cuidarnos. “Cuídate a ti mismo y cuida al rebaño” es un mandato para todo apóstol (cf. 1 Tim 4,16; Hch 20,28). El pastor cuida de su grey, pero ¿quién cuida del pastor? Necesitamos potenciar una “pastoral de los pastores” donde estos no sean solo los sujetos, sino sus destinatarios primeros. Tal es el objetivo de la formación permanente, que no puede reducirse a cursos de actualización teológica o pastoral, sino atender especialmente hoy a la solidez humana y a una vida interior capaces de sostener un ministerio cada vez más exigente.
Síndrome del ‘burnout’
‘Ardere, non brucciarsi’ es el significativo título de un estudio de G. Ronzoni sobre el síndrome del ‘burnout’ en los sacerdotes. Espiritualizar los problemas es una forma de huir de ellos. Estos han de ser percibidos con lucidez, nombrados sin complejos, reconocidos con humildad, afrontados con coraje, acompañados con paciencia y competencia profesional y espiritual, y remitidos al “corazón” de la existencia sacerdotal, donde se integran todas sus dimensiones, incluidas la afectividad, la sexualidad y las relaciones (Ch. D’Urbano).
Esto supone –como segunda lección– aceptar la fragilidad de nuestra humanidad. Los sacerdotes están sometidos muchas veces al “peso del prejuicio” que los quiere “perfectos” (papa Francisco). En ocasiones, la pastoral vocacional y la formación inicial presenta un “ideal” de presbítero tan alto que luego se da de bruces con la realidad concreta, personal y eclesial, provocando insatisfacción e infelicidad.
El Señor no llama a los perfectos. La vulnerabilidad no es un impedimento ni un escándalo, es la condición de un camino de maduración siempre creciente en el seguimiento de Jesús. Por eso, el papa León ha invitado a los seminaristas a evitar “todo disfraz e hipocresía”, dando nombre y voz “también a la tristeza, al miedo, a la angustia, a la indignación, llevando todo a la relación con Dios”, porque “las crisis, los límites, las fragilidades” son “ocasiones de gracia y de experiencia pascual”. Cuando se viven así, se entiende la afirmación del apóstol: “Llevamos el ministerio en vasijas de barro” (2 Co 4,7) y se experimenta cómo la fuerza de Dios se realiza y manifiesta en la propia debilidad.
Vivido en comunidad
Y una tercera lección: esto solo puede vivirse en las relaciones. El Vaticano II, y después ‘Pastores dabo vobis’, presentan el ministerio de los presbíteros como una realidad constitutivamente comunitaria y relacional: con el Dios trino, con el obispo, con los hermanos presbíteros, con el resto del pueblo de Dios. Vivido en lo concreto, con el afecto sincero de la fraternidad y como exigencia recíproca, evita aquella soledad malsana que es fuente de ulteriores problemas en la vida sacerdotal.
Todo esto invita a un serio examen de conciencia sobre las formas y estilo de gobernar, la traducción práctica de la fraternidad presbiteral (desde la vida en común, el trabajo en equipo hasta la amistad confiada) o el cuidado de las comunidades por sus curas. En la raíz de no pocas crisis sacerdotales está la deficiente vivencia de alguna de estas relaciones (E. Castellucci).
El suicidio de un cura parece desmentir la posibilidad de “sacerdotes felices”, pero también puede ser un grito dramático para redescubrirla cuidándolos, sosteniéndolos y acompañándolos en la belleza de su vocación al servicio de la Iglesia y de nuestro mundo.
Gaspar Hernández Peludo es profesor de Teología Dogmática en la UPSA.