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Tribuna

Por su entrañable misericordia

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Normalmente, cuando nos ocurre algo que consideramos significativo o queremos hacer notar la importancia de alguna cosa, pequeños y grandes, antes y ahora, solemos recurrir a la repetición. Le repetimos a nuestros seres queridos que los amamos (con palabras o con gestos), nos repetimos lo que tenemos que hacer para no olvidarlo o le contamos lo que nos ha pasado a todo el que se nos cruce y, muchas veces, también en más de una ocasión a la misma persona.



Tres cánticos

En la liturgia pasa algo similar, intuyo que inspirado en esta experiencia tan humana. Hay ciertas oraciones o salmos que aparecen frecuentemente en la oración de la Iglesia, lo que –creo yo– debería hacernos pensar en que algo especial o importante tendrán que decirle a nuestra vida. Y este es el caso de tres cánticos que encontramos en los dos primeros capítulos del evangelio según san Lucas.

Todos los días, los religiosos y religiosas, los obispos, sacerdotes, diáconos y laicos que rezamos la liturgia de las horas, además del Padrenuestro –la oración del cristiano por excelencia– rezamos estos tres cánticos: el cántico de María al visitar a su prima Isabel (el Magníficat, “Proclama mi alma…”), el cántico de Zacarías (el Benedictus, “Bendito sea el Señor…”), y el cántico de Simeón (el Nunc Dimittis, “Ahora, Señor, según tu promesa…”). No es gratuito que los tres nos hablen de la salvación que trae el Hijo de Dios, reconocido en el pequeño niño Jesús, a la humanidad. De hecho, cualquiera de ellos podría servirnos como texto de meditación para el tiempo de Adviento y el de Navidad, porque encierran una riqueza inmensa.

En nuestra parroquia, este año en el retiro de Adviento nos acompañó el Benedictus, sobre todo sus dos versículos finales, esos que nos recuerdan que

“Por la entrañable misericordia de nuestro Dios,
nos visitará el Sol que nace de lo alto,
para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte,
para guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 1,78-79).

Precisamente estos son los versículos que Luispo eligió como coro (nuevamente, valiéndose de la repetición para destacar lo central) de su canción Vendrá (Benedictus), que pone melodía a esta bella oración. Y es que podríamos afirmar sin dificultad que en esta frase está resumida toda la esperanza del Adviento. La llegada de Dios, por pura gracia suya, se nos describe como un amanecer, una luz que crece, una Presencia que despierta, una claridad que no irrumpe violentamente, sino que se abre camino con suavidad.

Belén de la Real Casa de Correos en Madrid

Nos visita(rá) el Sol naciente de lo alto

En un tiempo en el que se nos quiere hacer creer que la única manera de conseguir cosas de los demás es imponiéndoles nuestra voluntad por medio de la fuerza o aprovechándonos de nuestra posición, descubrir a Dios en un pequeño Niño recostado en un pesebre nos recuerda que lo más plenamente humano va por otro lado.

Hablar del Dios-con-nosotros como el amanecer que nos visita cada mañana es hablar de que la relación con Dios es siempre invitación, es propuesta: Dios es como ese sol naciente que no se impone, sino que va iluminando lentamente lo que toca. Si nos dejamos tocar por Él –porque siempre podemos vivir de espaldas a la luz–, veremos que respeta nuestros tiempos, que acompaña nuestros procesos, que comprende nuestras tardanzas y, a la vez, nos da fuerza renovada para superarlas.

El amanecer también nos recuerda que, a pesar de todo –a veces, a pesar de nosotros mismos–, Dios es siempre fiel. El cielo puede estar cubierto de nubes, pero el sol está ahí día a día, y muchas veces consigue abrirse paso en la espesura, algo que se agradece sobre todo en estas mañanas frías de invierno.

Por último, el sol naciente nos recuerda que la humildad con la que Dios puso su morada entre nosotros hace 2000 años es la misma humildad con la que se hace presente hoy en nuestras vidas. Hace falta aguzar la vista un poco para reconocerlo, como hace falta madrugar un poco para disfrutar de un amanecer o abrir las persianas del corazón para dejar que luz y calor entren en él.

Dios nos ha visitado, nos visita y nos visitará por pura gracia. El Dios que nos creó ha deseado entrañablemente desde siempre entrar en comunión con nosotros, y no encontró mejor manera que, “teniendo un Hijo unigénito, hacerlo hijo del hombre, para, a su vez, hacer al hijo del hombre hijo de Dios”, como nos recuerda san Agustín en su sermón 185, que leemos el día 24. ¡Vaya locura de misericordia!

Ha querido compartir nuestra condición humana

Hace poco más de dos meses fui ordenado diácono. El servicio diaconal ha traído consigo muchas gracias nuevas, y una de ellas ha sido el redescubrir que Dios es siempre fiel a su manera de entregársenos, de donarse sobreabundantemente.

Una canción de Pascua Joven que me gusta mucho inicia diciendo: “comenzaste a hacerte Pan en Belén, Sol pequeñito en nuestra noche”. Jesucristo, el Hijo de Dios, que se nos da como alimento cada día, comenzó a hacerse Pan en Belén, aunque ya venía haciéndose Pan desde el deseo creador de Dios, sosteniendo todas las cosas con su palabra poderosa. En el momento de preparar el cáliz en el ofertorio, al poner un poco de agua junto al vino en la copa, quien lo hace dice en secreto: “El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana”. La nada del ser humano –de todo ser humano– abrazada con amor por el todo de Dios; para siempre y definitivamente en la encarnación, pero también en cada persona que, dejándose tocar e iluminar por este Sol pequeñito, acoge el vivir como hijo de Dios en su Hijo y, por tanto, como hermano de todos hasta las últimas consecuencias. ¡Feliz Navidad!

Belén de la Real Casa de Correos en Madrid