Tribuna

Por mi grandísima culpa

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En la tragedia de las residencias de ancianos por el Covid-19, todos hemos sido cómplices. Unos por acción y otros por omisión, unos de manera directa y otros de manera indirecta. Haríamos bien en no escamotear dicha responsabilidad.



Lo primero que quiero subrayar es que cualquiera no vale para regentar un geriátrico. El mero voluntarismo no es suficiente. Esos tiempos ya deberían haber pasado. Pero la realidad es muy terca y las inercias muy fuertes. La preparación técnica de los gestores y de quienes trabajan en una residencia de ancianos es fundamental. Esto deberían tenerlo muy en cuenta las congregaciones con actividad en este sector porque no todas han sabido adaptarse: no se pueden seguir haciendo las cosas como hace 40 años.

Faltó previsión

En este apartado hay que incluir una mención a la ratio de personal. Comprendo que pueda haber problemas de financiación, que habrá que pensar y repensar junto a las administraciones públicas. Pero no resulta de recibo, por ejemplo, que una residencia de ancianos de titularidad religiosa con 190 plazas al inicio de la pandemia no tuviera médico y tampoco el número de enfermeras indispensable que marca la ley. El ejercicio de la caridad es una cosa muy seria. Si no se pueden mantener abiertos los centros en condiciones, mejor será cerrar.

Así entramos en el segundo grupo de actores de este drama. La responsabilidad del cuidado de nuestros mayores corresponde a las administraciones públicas y al conjunto de la sociedad. No vale rasgarse las vestiduras: desde hace más de 25 años, se conocían al dedillo cuáles iban a ser las necesidades de cuidados de nuestros mayores, y no se habían hecho los deberes. La Ley de Dependencia nunca fue más que un bonito sueño porque jamás tuvo la dotación económica necesaria.

Un nicho de negocio

Esto convirtió el cuidado de las personas ancianas en un nicho de negocio, en el que entraron constructoras, fondos de inversión y personas físicas. Quien monta una empresa lo hace para ganar dinero. Como la capacidad de pago de los potenciales usuarios es la que es, la rentabilidad se buscó por la precariedad de los contratos laborales, bajos sueldos, etc. ¡Venga usted ahora a exigir mentalidad de héroe! Las administraciones y la sociedad miraron para otro lado, porque tanto la iniciativa social como la empresarial le sacaban las castañas del fuego.

No podemos seguir sosteniendo que las residencias de ancianos son hogares, porque no lo son. Las residencias pequeñas, las de menos de 50 plazas, pueden serlo. Pero lo habitual en España son las residencias en el entorno de las 150 plazas. Además, el usuario mayoritario es el que tiene pluripatología y necesita cuidados amplios: nos cuesta irnos de casa y solo vamos al geriátrico –normalmente– cuando no queda más remedio.

Relación con el hospital

Por eso, la dotación de médicos y enfermeras, así como de camas medicalizadas es básico. Esto no abunda. Como también es muy mejorable la relación de las residencias con el hospital: mejorar esta relación es fundamental, como se demostró durante la pandemia en A Coruña.

Esto no significa que toda residencia tenga que tener un aspecto hospitalario, ni mucho menos. Pero sí que tendrá que disponer de una zona que funcione como un hospital de baja exigencia (aproximadamente, un tercio de las plazas) que permita ofrecer cuidados médicos de calidad, evite desplazamientos innecesarios a los servicios de urgencia hospitalarios y ahorre sufrimientos y dramas como los vividos en los últimos meses. Y esto no quita que no pueda ser bonito y acogedor.

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