Desde 2007 cada 2 de octubre se celebra el Día de la no-violencia activa. La conmemoración fue propuesta por la Asamblea de las Naciones Unidas con ocasión del nacimiento de Mahatma Ghandi. El promovió la independencia de India de manera pacifica y sentó las bases de la filosofía de la no-violencia.
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La reflexión y la acción por la no violencia activa, aunque puede rastrearse antecedentemente, se expande a partir de los comienzos del siglo XX, desde matrices religiosas diversas y, en particular, con la participación de cristianos como el filósofo Giussepe Lanza del Vasto (Italia) y Adolfo Pérez Esquivel (Argentina).
En América Latina esta perspectiva desempeñó un rol importante en la defensa de los Derechos Humanos en tiempos de dictaduras, y fue propuesta por los obispos reunidos en la III Conferencia del Episcopado de Latinoamérica y el Caribe: “nuestra responsabilidad de cristianos es promover de todas maneras los medios no violentos para restablecer la justicia en las relaciones socio-políticas y económicas, según la enseñanza del Concilio… (GS 78; P 533).
En el contexto democrático actual del Cono Sur, aunque no exclusivamente en él, es posible identificar situaciones de violencia en las que se vulneran los Derechos Humanos y que reclaman profundizar la voz y acción pública cristiana.
Hacia la profecía social
Ante las múltiples violencias que permanecen y se recrean, amenaza la tentación de ingresar a un espiral de violencia: responder a las violencias con más violencia.
El Papa León XIV desde el inicio de su pontificado a puesto en el centro de la conversación una opción por la paz desarmada y desarmante: “La no violencia, como método y estilo, debe distinguir nuestras decisiones, nuestras relaciones y nuestras acciones. … Este enfoque es esencial para desarmar corazones, enfoques y mentalidades, y para denunciar las injusticias de un sistema que mata y se basa en la cultura del descarte”.
Esta realidad nos desafía a las cristianas y a los cristianos contemporáneos que transitamos el camino sinodal. Implica una apuesta por relaciones de valoración mutua, la escucha, el diálogo, la acogida y el reconocimiento de los demás en nuestras diferencias, sin temor a los conflictos. No solo en nuestras comunidades, sino con todos los que nos encontramos en el camino. Esto constituye un camino de profecía social contemporánea que estamos invitados a transitar.
