Tribuna

Oportunidad de ser

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Este 2020 comenzaba con una noticia que indicaba que, en la lejana China, se había detectado un brote de neumonía desconocida en la ciudad de Wuhan. En estos meses, nuestro estilo de vida ha cambiado rápidamente. Ha sido y está siendo un tiempo de purificación, una ocasión de profunda reflexión personal y comunitaria, social, que nos lleva a replantearnos de modo radical nuestra forma de vivir.



La desconfianza que generaban los medios telemáticos, por impedir muchas veces la relación interpersonal, se transformó en entusiasmo y apuesta por nuevas plataformas que nos permitieron no solo estar en contacto real con nuestros seres queridos, sino también continuar nuestro trabajo, estar informados en tiempo real, hacernos presentes en la vida pública, pero de modo virtual. Una de ellas fue el cultivo de la espiritualidad ante esta dramática situación que por primera vez en su historia la humanidad comparte como una única comunidad global.

Espacios de oración, de reflexión, de compartir nuestras experiencias a la luz de la fe, se abrieron de modo imprevisto y ocuparon nuestro tiempo y nuestro espacio, escribiendo una nueva página en nuestra historia personal y colectiva. Así, el que era considerado un obstáculo para la relación interpersonal, Internet, se volvió su aliado imprescindible: los lejanos se acercaron, lo comunitario se volvió cuestión personal y lo individual, social; la Iglesia institucional entró en la cotidianidad de la vida familiar aumentando su conciencia de realidad doméstica, el espacio digital fue como nunca habitado por la gracia: bendición Urbi et Orbi con indulgencia plenaria, misas, homilías, conferencias.

Estamos a merced de una marea de informaciones para el discernimiento ante la cual no estamos preparados: ¿hasta qué punto estamos condicionados? Un nuevo concepto de verdad está cogiendo fuerza: la verdad se construye socialmente, pero, de hecho, se la manipula a través de los medios masivos de comunicación de las plataformas digitales, de las redes sociales. Frente a toda esa manipulación de la verdad, ¿es posible la libertad del ciudadano?

Frente a esta situación, los esquemas, prácticas sociales, costumbres, ideas arraigadas, han saltado por los aires dejando al descubierto al ser humano real y concreto, su indigencia estructural, su fragilidad constitutiva, su vulnerabilidad esencial.

A. Volver a lo esencial

Creo que esta crisis nos ha llevado a aferrarnos a las realidades esenciales que dan sentido a nuestra vida: la familia, las amistades, el trabajo, la oración, la reflexión personal, el diálogo para compartir nuestras experiencias cotidianas y, desde allí, valorar lo cotidiano, lo simple, lo bello. Hemos escuchado y visto tantas historias de pequeños y grandes héroes, de los trabajadores sanitarios, de bomberos voluntarios, de vecinos que se ayudaban para no dejar solos a los abuelos, de solidaridad de barrio y vecinal en la que ha surgido lo mejor de nuestra sociedad, su reserva moral y religiosa. Así también tantos sacerdotes que han continuado su ministerio a través de las redes sociales o arriesgando sus vidas en hospitales, tantos profesionales que continuaban apoyando y ayudando a sus pacientes de la misma manera. Como la cuarentena nos sorprendió en Semana Santa, fueron muchas las familias que vivieron la liturgia en casa, redescubriendo su vocación de Iglesia doméstica en la liturgia y en la oración cotidiana.

La situación nos ha forzado a vivir lo que el papa Francisco había llamado la “feliz sobriedad” (Laudato si’, 222-225), prescindiendo del consumismo exacerbado y del ritmo febril de una vida laboral y social marcada por el tener más para ser feliz.

B. Ocupar el lugar que nos corresponde en la sociedad

La Iglesia, durante el Concilio Vaticano II, reflexionó acerca de su identidad en referencia hacia sí misma (Lumen gentium) y hacia el mundo (Gaudium et spes). En la primera, se autocomprendió como Pueblo de Dios en camino; y, en la segunda, como servidora del ser humano que comparte la historia humana con otros pueblos, culturas, confesiones cristianas y diversas religiones, renunciando a privilegios que al menos en Occidente detentaba a partir del emperador Constantino, pasando por diversos períodos y formas de matrimonio entre el altar y la corona. Algunos teólogos de renombre han hablado del final de la época constantiniana y del final de la Cristiandad con el Concilio Vaticano II. Los hombres y mujeres de Iglesia aún están en camino de asumir este cambio histórico sin precedentes. Prueba de ello fue la incomprensión de algunos de ellos frente a la prohibición del culto público en las iglesias, cuando hicieron referencia al ejercicio de la “libertad de culto”, derecho humano que por primera vez en la historia la Iglesia católica reconocía en un documento oficial, pero que no venía al caso recurrir, ya que el problema era otro.

C. Una nueva forma de vivir la Iglesia

Iglesia doméstica

En los documentos de la Iglesia, a partir de Lumen gentium, encontramos la idea de “Iglesia doméstica” (LG 11, retomada en AL 67), sobre la cual no me parece que se haya reflexionado y profundizado suficientemente en el posconcilio. Durante los recientes sínodos sobre la familia, se volvió a tratar el tema, con el riesgo de intentar “clericalizar” la familia, haciendo de ella el espejo de la Iglesia jerárquica. Creo que la crisis nos da la oportunidad de volver a pensar en el protagonismo de los laicos, en la función primordial de la familia en la vivencia y transmisión de la fe, por tanto, de su función sacerdotal, que no se reduce a lo litúrgico, sino que abarca toda la acción solidaria que están realizando y, sobre todo, al revés de lo que algunos clérigos intentan, estamos llamados a contemplar en la familia el modelo de la Iglesia en su capacidad de comprensión, de diálogo, de mutuo apoyo y de integración.

Presencia en el mundo digital

Una deuda pendiente es la presencia de la Iglesia en el mundo digital. Hemos visto el esfuerzo y la creatividad de tantos sacerdotes y agentes pastorales (aunque los laicos estuvieron menos visibles) en misas, grupos de oración, vídeos de espiritualidad, pero aún falta una seria reflexión sobre el significado de la realidad virtual en la vida de la gente, y de qué modo la Iglesia se ha de hacer presente en ella, qué preguntas teológicas y pastorales suscita esta nueva forma de realidad, que, como ya dijimos, se presenta tan ambigua como oportunidad para evangelizar, para compartir la fe, para celebrar desde la “virtualidad real”.

D. Reconocer nuestra fragilidad y vulnerabilidad

El mito de la omnipotencia de la ciencia y de la técnica, del predominio del capital sobre el trabajo, de la libertad autorreferencial, se derrumbó por la acción invisible de un virus desconocido. De repente, la producción mundial se frenó, los megaproyectos se detuvieron (Estados Unidos sigue pensando en la carrera espacial), las guerras conocieron varios “alto el fuego” y por fin, la Casa Común respiró de nuevo el aire más puro y los peces volvieron a recuperar su espacio en los mares y ríos, los horizontes ampliaron su visibilidad y hubo menos nubes de contaminación en las ciudades. Sin embargo, la ambición de dinero y de poder no ha muerto, solo está contenida, agazapada para volver a devorar cuanto encuentra en el mundo de los débiles para satisfacer su voracidad. La otra cara de la moneda es la multitud de gente sin trabajo, de migrantes desplazados, de refugiados sin rumbo, de familias sumidas en la miseria, de niños desnutridos. La escandalosa diferencia entre ricos y pobres se hizo patente, dejando a la vista la injusticia estructural de nuestro mundo.

E. Reconocer el ‘kairós’

Finalmente, nos preguntamos: ¿dónde está Dios? ¿Cómo hablar de Dios después de Auschwitz?, decía Hans Jonas. ¿Cómo hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente?, replicaba Gustavo Gutiérrez. Hoy nos preguntamos: ¿cómo hablar de Dios en tiempos del coronavirus? La tragedia humana que representa millones de seres humanos enfermos, muertos, sin trabajo, descartados, a quienes les han robado el futuro, nos pone en crisis frente a Dios. La crisis –lo sabemos– significa una situación de cambio, de juicio; por ello, puede ser transformada en oportunidad.

Oportunidad de purificación de los ídolos que rigen una cultura individualista, hedonista y consumista, que produce desechos que contaminan el medio ambiente y descarta a millones de seres humanos para que aparezca con mayor nitidez la cultura de la solidaridad, de la preocupación por el otro, del cuidado de los más débiles y del protagonismo de los pobres. Oportunidad de revisar nuestra posición en la sociedad como “discípulos misioneros” (Documento de Aparecida, Evangelii gaudium), y no como custodios de privilegios y espacios de poder.

Oportunidad de redescubrirnos como familia de Dios y de impregnar las instituciones eclesiásticas de perfume evangélico y de savia parental. Oportunidad de ser de veras un “hospital de campaña”, donde se acoge a todos los heridos de la sociedad de consumo y de la economía que mata, hiere, descarta; sin juzgar ni imponer, sino comprendiendo, acogiendo e integrando. Solo así la Iglesia puede ser signo de la presencia operante del Dios de la historia, solo así su mensaje puede llegar a ser creíble y atractivo.

(…)

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