Tribuna

No acomplejarse de nuestros santos

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Ellos son “vitrales” por donde pasa la luz de Dios

Vivimos en un mundo, que enfrenta la solución de los conflictos con la violencia y no con el diálogo. Y por otra parte, se desentiende del medio ambiente y de los pueblos que pasan hambre, persecución y migración forzosa. En medio de esta “cultura de la indiferencia”, advertida por el papa Francisco, emerge ante nosotros la figura de los santos, nuestros modelos de vida.



Me gustaría destacar a este respecto y en mi condición de peruano, a Santa Rosa de Lima (1586-1617), que ha sido celebrada hace poco en agosto. En su vida podemos apreciar cómo su simplicidad en las costumbres, su constante vida de oración y sacrificio, junto a su desvelada dedicación en cuidar de los más pobres y menesterosos, la convirtieron en toda una flor de santidad. Que no solo fue un fruto de la primera evangelización a cargo de los españoles, sino la primera santa canonizada de América.

Cómo ser santo, según Cristo

Esta figura temprana de santidad en América, nos lleva a reconocer que es parte consustancial de la Iglesia, presentar las figuras de los santos como modelos de vida. Hay que reconocer que esta práctica la hemos recibido del mismo Jesucristo.

Durante su paso por la tierra, él nos mostraba ejemplos a imitar, tal como lo hizo al llamar a Juan el Bautista “el más grande de los nacidos de mujer”. O cuando reconoció al apóstol Natanael, como “un verdadero israelita, que no sabría engañar”.

Recordemos cuando destacó la actitud de la hermana María, orante y contemplativa, como alguien que eligió “la mejor parte”. Realzó también al centurión romano, al afirmar que “no había encontrado a nadie en Israel con tanta fe”. Tan es así que la frase, dicha por un incipiente cristiano y que impactó tanto a Jesús, la repetimos día a día antes de comulgar: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa…”.

Sin querer agotar todos los ejemplos o alusiones que hizo Cristo a los modelos de santidad, recordemos que hasta en la cruz tuvo la oportunidad de señalarnos distintos caminos de fidelidad y conversión. A su apóstol Juan, fue al único a quien le entregó a su madre, por no haberse acobardado, sino quedándose hasta el final al pie de la cruz.

Y al más público pecador que se conoce de los evangelios, el apodado “Buen ladrón” y hoy venerado como san Dimas, lo ingresó al paraíso él mismo, habiéndolo canonizado por el hecho de arrepentirse y creer públicamente en el Mesías, anunciado por los profetas.

Sin complejos

Vistos estos ejemplos, destacados por el mismo Jesús, como modelos para la  santidad que busca el creyente… ¿Cómo no vamos a sentirnos impulsados a poner por todo lo alto, la vida de santidad de quienes nos precedieron en la fe?

Si bien han habido iglesias y nuevos grupos religiosos que han querido acomplejarnos por venerar a los santos, los creyentes han sabido desoír tales argumentos, sin dejar de reconocer y corregir cualquier exceso que se haya tenido en la dulía a los santos. Siendo así, con una adecuada veneración a los santos, podremos no solo tenerlos de intercesores, sino como modelos de vida.

Cuánto le ayuda a quien va a salir a la misión, leer la oblación de los santos misioneros; o quien va empezar su ministerio episcopal o siendo párroco, puede extraer enseñanzas de los santos pastores. A esto, se suman los que son elegidos para altos cargos de gobierno, que pueden leer cómo lo hicieron los grandes fundadores de congregaciones y obras apostólicas. Incluso en los apostolados modernos, como la comunicación social y la informática, ya se cuentan con santos, beatos y venerables, cuyas vidas están llenas de fe y arrojo.

Los padres de familia, los educadores, los políticos, los militares, los jóvenes, inclusive los niños, tienen un amplio número de vidas de santos a quienes seguir sus huellas. Podemos añadir a aquellos que se santificaron con su enfermedad y cuya vida es un consuelo para quien le ha tocado llevar su cruz y está postrado en un lecho de dolor y sufrimiento. Es evidente que, conocer la historia de inmolación de los santos mártires, llenará de coraje a quienes están siendo perseguidos, torturados o encarcelados hoy por su fe. Léase Pakistán, Nicaragua, Nigeria, India, China, entre otros…

Escuché a un santo obispo decir, que el rol de los santos se puede entender mejor contemplando los variados y coloridos vitrales de los templos, dado que estos dejan pasar la luz del sol. Así son nuestros santos y beatos: ellos dejan pasar la luz de Dios a través de sus vidas ejemplares.

Una rosa en Lima

Visto todo esto, podemos asegurar que a Santa Rosa de Lima, la Iglesia nunca le ha quitado la mirada, ni ha dejado de cobijarse en sus ramas. Tan es así, que ha sido declarada patrona de las enfermeras, las costureras y de los catequistas, además de la Policía Nacional del Perú, dado que su padre servía como tal a la Corona. Una muestra reciente de este reconocimiento, fue la referencia que contiene el actual Catecismo de la Iglesia Católica, que la menciona en los numerales 618 y 2449.

Santa Rosa no fue religiosa, sino laica consagrada de la Tercera Orden Dominica. Esto llamaría la atención de los escrutadores de la beatificación, pues los altares estaban más bien, llenos de religiosos, papas, obispos y mártires.

Sin embargo, a ella se le presentó como una laica que se había santificado en el mundo, en la vida ordinaria. Fue una “santa de la puerta de al lado”, en palabras del papa Francisco. Renunció a las seducciones de los jóvenes que se interesaban por ella y se puso un hábito para distanciarse aún más.

Su vida la encaminó a tener largas horas de oración, abrazó mortificaciones y penitencias, enseñó el catecismo a los niños y a los indígenas, a la vez que a estos últimos, junto a los demás pordioseros, atendía con prontitud, al estilo de María con su prima Isabel.

El jardín de Rosa

En esto no desmayó y por el contrario, se sentía cada vez más exigida por aliviar el sufrimiento de quienes, tal como hoy, duermen y mueren en las calles. Para ello consiguió dos aliados: su familia, que vista su heroica y decidida opción por los pobres, le permitió utilizar más habitaciones de la casa, a fin de atender a quienes llegaban a su puerta en busca de curación y una acogida tierna.

Y su otro aliado sería un mulato también de la orden dominica, el hermano Martín de Porres, a quien acudía cuando tenía enfermos más graves para que los cure, en su condición de enfermero. Un oficio que hizo conocido a Martín y que extendió la fama por la ciudad de este fraile “donado”; quien, gracias a su propia vida de virtudes y la evidencia de una ciencia infusa que empezó a manifestarse en él, luego recibió de sus superiores, la condición de hermano religioso en la orden dominica.

Este tipo de vecinos tenía Santa Rosa. Fue algo que le permitió aprender, de que no había límites para la caridad, ni condición humana que no esté en los planes de Dios y que demandase su total atención y protección.

Sumado a estos rasgos de su vida caritativa y de oración profunda, algunos destacan la vida de penitencia de Rosa, que le llevó a ceñirse una cadena de metal a la cintura y una corona de espinas en la cabeza, mientras dormía sobre una tabla de madera con una piedra como almohada. Hay quienes les gusta detenerse en otros relatos que limitan casi con la leyenda, como el hecho de que recitase 3000 jaculatorias a Cristo en el día o que dialogase con los mosquitos para que no la picasen y le dejasen orar en la ermita que se había construido en el jardín de su casa.

Muerta a los 31 años, con una enfermedad que no tuvo cura para la época, pasó a la presencia de Dios, habiendo dejado una estela de santidad que no solo demandó la asistencia de las autoridades civiles y eclesiásticas en su multitudinario funeral por las calles de Lima, sino que ha llegado hasta nuestros días. No faltan las instituciones, congregaciones, seminarios, equipos deportivos, distritos y hasta playas que aún las bautizan con su nombre e invocando su protección.

A esto que hay que sumar a los padres de familia, que con tanto fervor y fe, bautizan a sus hijas con el nombre de su muy venerada “Santa Rosita”.