El título parece provocativo. Y seguramente lo es más por el momento político que estamos atravesando. Pero en el mundo teológico es famosa la afirmación de J. Moltmann de que toda teología implica una política. Sin embargo, no es tan conocida la afirmación de mi maestro José Román Flecha de que toda política implica una teología. De ello, no obstante, podemos dar razón fehaciente rastreando la categoría de “teología política” a lo largo de la historia.
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Esta se encuentra ya presente en Cicerón y en san Agustín; se empleó en las mal llamadas guerras de religión, y el concepto fue recuperado por Carl Schmitt en el contexto de las “religiones políticas” de las primeras décadas del siglo XX, así como con la respuesta a Schmitt hecha por Erik Peterson cuando evocó las palabras de Jesús: “al Cesar lo que es del Cesar…”, y por Joseph Ratzinger en “Introducción al cristianismo”, donde tomó partido por Peterson, pero reconociendo que en los primeros siglos del cristianismo ciertas herejías trinitarias –en concreto el monarquismo y el subordinacionismo– dieron lugar a estructuras eclesiales alejadas de una eclesiología católica ortodoxa.
Por otra parte, quién le iba a decir al catedrático y político alemán Carl Schmitt que sus posicionamientos iban a servir para fundamentar los populismos, tanto de derechas como de izquierdas, pasando estos últimos por las universidades iberoamericanas y recalando en partidos conocidos en España por su aparente anticristianismo, pero con un alma que ciertamente huele a herejía cristiana o, lo que es lo mismo, a una teología política que estructura un modo de conseguir el poder y mantenerlo desde una uniformidad de pensamiento.
Querer ser como Dios
En el fondo, siempre está la fuerza del poder, el afán por conseguirlo y mantenerlo, por querer ser como Dios, todopoderosos, pero sin capacidad para crear ni recrear. Pero Dios no se tiene que preocupar por mantener el poder, porque lo tiene esencialmente y eso le permite echar un órdago y entonces donar y perdonar, encarnarse y morir en la cruz, llegando incluso –como decía el matemático A. N. Whitehead– a “la noción de redención por sufrimiento que obsesiona el mundo”. Un Dios, por cierto, que –recordando a Unamuno con su “Tú que hiciste razón de tus entrañas”– Olegario González de Cardedal nos descubría como el “Dios que se ha dado a sí mismo al mundo”.
Esta última afirmación nos ayuda a retomar el título de esta reflexión, “Navidad y política”, igual que un libro del teólogo católico Stefan Schreiber –que recomiendo– y que plantea la amenaza política que la Navidad implicó para el imaginario político-social del imperio romano. La clave está en un Dios hecho niño, no en un hombre, un emperador, que por apoteosis pretendía convertirse en un dios. Como recuerda Ratzinger, a Dios no se le encuentra en los palacios. Además, Dios mismo nos da la medida de la salvación del género humano en el Niño Jesús, “puesto que él es el criterio de medida que Dios ha dado a la humanidad”. Un Dios que se hace hombre, que se hace niño, que se hace pobre, que se hace humilde, que nace a la intemperie.
Hoy, ese Niño se hace presente en los sin techo, en los jóvenes que no pueden emanciparse y formar una familia en una vivienda propia o con cierta seguridad habitacional, en tantos que viven en los nuevos umbrales de la pobreza y en los “fuera de juego” que el último informe FOESSA señala a nuestros políticos.
Mientras tanto, es Navidad y la fuerza de una adolescente se manifiesta sempiterna en una oración que los cristianos debiéramos valorar más en nuestras catequesis y en nuestras devociones: el ‘Magnificat’. María, llena de Dios, se atreve con los soberbios de corazón, los poderosos, los hambrientos, los orgullosos, los ricos, los saciados y alaba a los esclavos, a los humildes. Esto sí que es feminismo de frontera; aquí está la que los cristianos hemos llamado “abogada nuestra”.
Sí, la Navidad implica política. Por eso Sartre, desde su ateísmo, escribió prisionero de los nazis su obra teatral navideña “Barioná, el hijo del trueno”. Bien sabía el filósofo de la fuerza política y de la libertad que reclamaba en sus páginas, tanto que después renegó de esta obra, pues no encajó en sus intereses posteriores.
Interpelación social
Y porque la Navidad es interpelación social, Charles Dickens escribió sus conocidos cuentos de Navidad. Él mismo decía que con estas historias transmitió el espíritu de la Navidad mejor que muchos sacerdotes con su predicación. Y porque la Navidad es una alternativa a los poderosos de este mundo es necesario celebrarla con todo su esplendor, como indicaba Gilbert Keith Chesterton, dedicando una peineta tanto a los laicistas como a los que niegan la libertad religiosa, expresando en la calle la cultura forjada secularmente por los que confesamos que Dios que se hace niño, y que tiene la fuerza de ser cultura de la Palabra de Verdad Encarnada, incluso más que de verdad meramente religiosa.
La Navidad trae una nueva cosmovisión, un Reino nuevo que los seguidores de Jesús desde los comienzos entendemos como la posibilidad de una nueva sociedad donde se establezcan nuevas relaciones de paz, armonía y felicidad. Ciertamente nos queda tarea y testimonio por realizar.
Román A. Pardo, decano de la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de Salamanca