Tribuna

Montaña y banquete

Compartir

El Señor de los ejércitos ofrecerá a todos los pueblos sobre esta montaña un banquete de manjares suculentos, un banquete de vinos añejados, de manjares suculentos, medulosos, de vinos añejados, decantados.  El arrancará sobre esta montaña el velo que cubre a todos los pueblos, el paño tendido sobre todas las naciones. Destruirá la Muerte para siempre; el Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros, y borrará sobre toda la tierra el oprobio de su pueblo, porque lo ha dicho él, el Señor. Y se dirá en aquel día: «Ahí está nuestro Dios, de quien esperábamos la salvación: es el Señor, en quien nosotros esperábamos; ¡alegrémonos y regocijémonos de su salvación!». Porque la mano del Señor se posará sobre esta montaña. (Isaías 25, 6-11).



Las palabras del profeta resuenan con fuerza en nuestro hoy de agobios, dolores e incertidumbre.

Desde tiempos inmemoriales, y en casi la totalidad de las religiones y espiritualidades, la montaña es el lugar de acercamiento a Dios, de búsqueda de la interioridad, de peregrinar hacia lo alto.

Hoy, cuando el cansancio físico y existencial está mostrando las enfermedades más profundas del alma y del espíritu, son millones las personas que no pueden experimentar la mano de Dios. Algunas son aliadas a un pensamiento científico y creen que la fe es algo de orden irracional. Muchas otras, al no haber sido educadas en una cultura del conocimiento de sí, no saben de ese interior que las convoca a mirar para adentro y encontrar lo mejor que es reflejo de Dios dentro nuestro.  Otras, porque hay un mundo de negaciones universales respecto de la concepción de la persona humana. No pueden abordarla desde una antropología precisa porque no tienen sustento antropológico en sus ideologías, modelos o doctrinas. Son las que no la pueden concebir como un todo integrado de cuerpo, alma y espíritu. Así, restan espacio al silencio primordial, allí donde se conjuga la totalidad del ser.

Y otras muchas −las que creemos en un mismo y único Dios− sabemos con el profeta que Dios pone la mano en nuestro hombro cuando nos dejamos llevar a la montaña para escuchar su voz. Sabemos por experiencia personal que la mesa está servida y el banquete empieza cuando Dios llega a nuestra vida, cuando le abrimos la puerta al llamado y lo dejamos entrar.

Invitados a compartir

El profeta Isaías no conocía todo el plan de Dios para el hombre. Sin embargo, de su boca salió su voz mostrando el banquete de la vida eterna y de la vida en abundancia que nos sería revelado definitivamente en la Cruz de Cristo, con muerte, madero y resurrección.

Entonces, si Él tiene un menú especialmente diseñado para todas y cada una de las personas sin distinción, ¿seremos capaces de compartir esa mesa desde nuestra idéntica fragilidad? ¿Nos reconoceremos finalmente otro de los otros? ¿Nos daremos a la búsqueda de una interioridad activa y habitada? ¿Podremos integrarnos en el ser del otro desde el reconocimiento real de nuestra propia humanidad rota?

Porque seguramente, muchas veces comemos con los ojos, viendo sin mirar. Comemos con las orejas, oyendo sin escuchar. Comemos sin gustar. Tocamos sin palpar, ni acariciar. Abrazamos de memoria, sin abrazar. Y nosotros, cristianos bautizados que sabemos que Él trae manjares suculentos como el amor, la justicia, la paz, la verdad y el perdón y vinos añejados como la misericordia, la paciencia, la templanza, la alegría, la dulzura, ¿seremos capaces de mostrarle al mundo esos bienes macerados y decantados por los siglos de su eternidad inconcebible? ¿Podremos hoy mostrar que la historia universal y la historia de la salvación caminan de la mano desde hace siglos y mirarse en ella nos hace presente lo primordial? ¿Podremos sentarnos a escribir esta historia nuestra de hoy para publicar lo que Él está haciendo en nosotros?

Sentarnos al banquete

La respuesta es sentarnos al banquete que hoy está servido. Solo tenemos que abrir la boca de nuestro corazón y de nuestro espíritu al Espíritu de Dios. Ahí, en ese lugar perfecto, se perfilan y construyen los bienes del Reino en la tierra.

Los manjares están todos juntos esperando a la puerta. El manjar más preciado es el Amor que sostiene la generosidad de los bienes espirituales y terrenales. El Amor de Dios, reflejado en cada ser, es la abundancia que derrama por amor a nosotros y a toda la creación. Sus bienes no son de este mundo pero son necesarios para vivir en este mundo una vida que muestre el Reino del cielo en la tierra. Porque es necesario construir cada día ese reino en esta vida que nos fue dada gratuitamente.

La generosidad se multiplica por sí misma y en sí misma. Deseando comer de los manjares que Él tiene para nosotros, sin duda vamos a querer compartirlos, porque no solo sacian el hambre y la sed, sino que son infinitos y eternos.

La historia sigue construyendo vida y el llamado para subir a la montaña es hoy. La mano de Dios ya está posada.