Tribuna

Ladrones de bienes invisibles

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Las personas tenemos un derecho constitutivo que es la posesión. En lo primero que pensamos al hablar de este tema, es en los bienes materiales y lo unimos al mandato de no robar y robar es un delito. No niego que es básico tener un lugar donde vivir y de qué vivir, pero el primer bien que todos tenemos es la vida; unido a ella tenemos un nombre, una nacionalidad, el bien de poder respirar, ver, oír y otros más que dejo para el lector.

Personalmente, agradezco el bien de ser hija de Dios, lo que implica tener fe y con ella una orilla adonde llegar en cada tormenta de la vida.

‘Evangelii gaudium’ dice, con énfasis, que no tenemos que dejarnos robar. Consejo que parece salido de una secretaría de seguridad. No es así. Se trata de seis nociones que si nos las dejamos robar se pierde la Alegría del Evangelio, se pierde nuestro ser de cristianos y por qué no, de seres humanos. Ellos son la alegría, el entusiasmo misionero, la esperanza, la comunidad, el amor fraterno y el Evangelio como modo de vida[1]. Todos ellos bienes invisibles que sostienen nuestra vida y, como son tan importantes hay muchos que no quieren que los tengamos.

Lo que no podemos dejarnos robar

El ladrón entra a robar por el lugar más fácil, el que no tiene defensas. Y aquí ocurre lo mismo, porque detrás de cada uno de los valores enunciados hay una tentación que favorece su desaparición y así mismo una defensa que lo cuida.

La alegría tiene muchos beneficios, antes que todo es la mejor publicidad de lo que hagamos o digamos. También es la mejor receta para la buena salud y la vida en sociedad. No se trata de la actuación, de la carcajada o de la ironía, se trata de un estilo de vida que transmite paz y confianza y que mantiene la serenidad aún en momentos difíciles. ¡Esa es la alegría que tenemos que tener y no deben robarnos!

El exceso de actividad no es causa de la pérdida de la alegría sino la actividad mal vivida, sin motivación, sin un sustento espiritual, hecha por propia vanidad; todas ellas pueden convertirse en un veneno peligroso que va matando la conciencia del amor que Dios nos tiene.

Nuestro espíritu misionero muchas veces se ve tentado por la falta de resultados inmediatos, por el “siempre se hizo así”, por los prejuicios, por la comodidad, por el individualismo, por la falta de oración, por un falsa humildad, por miedo a lo nuevo. Debemos decir y sostener nuestro ¡sí al desafío de una espiritualidad misionera! Dejar de lado las tentaciones para ¡no permitir que nos roben el entusiasmo misionero!. A veces se tratará solamente de mirar el Sagrario y rezar un gloria.

En nuestros contextos de endiosamiento del hombre y del consumo, se producen áreas o estilos con ausencia de religión o de creencias y en algunas sólo para actos sociales. Con este panorama y nuestras acciones, a veces tibias se cede a la tentación del pesimismo. Pesimismo que no lleva a ningún lado y nos descentra de Cristo y su Alegría evangelizadora.

En esta desertificación espiritual tiene un rol decisivo la esperanza, el no perder la confianza en que sabremos sobrevivir y no sólo eso, la fe se fortalece y así, se descubre con alegría la presencia de Dios. En esos desiertos aparecen personas que con su testimonio llevan de beber a los demás, son personas-cántaro[2].

Esta fe, esta esperanza no se vive sola, se vive con y para otros. Cristo al fundar la Iglesia, fundó una comunidad, generó la cultura del encuentro que hoy, con las redes sociales puede ampliarse y ayudar a salir de sí mismo por el bien de los demás, y en contra de la actitud defensiva que se impone el desafío es tener una mirada contemplativa para ver Dios en cada prójimo.

Personalmente no hubiese llegado hasta aquí, con mi consagración y mis misiones, si no tuviese a la comunidad de mi familia, la comunidad de mis compañeros de colegio, de mis compañeros de universidad, de mis Hermanas Esclavas, de tantos amigos laicos. Todos ellos brindan un amor gratuito y siempre fundante.

No dejarnos robar

Estas cercanías, estos encuentros con otras personas nos hacen vivir en comunidad como discípulos misioneros, evitan una evangelización estéril de franco tiradores, no temer a las ciudades digitales, al contrario, ir a sus plazas, recorrer sus calles buscando la gente que “vive” allí. Eso en definitiva, será un Sí a las relaciones nuevas que genera Jesucristo y siempre estaremos atentos para que no nos dejemos robar la comunidad.

Para sostener la comunidad es básico el amor fraterno. Amor que se desdibuja cuando se desatan verdaderas y sutiles guerras internas. Ya había ocurrido en las primeras comunidades cristianas, San Pablo en la primera Carta a los corintios cuenta: “se me ha informado acerca de vosotros, hermanos míos, por los que son de Cloé, que hay entre vosotros contiendas. Quiero decir, que cada uno de vosotros dice: Yo soy de Pablo; y yo de Apolos; y yo de Cefas; y yo de Cristo. Entre los Corintios, había divisiones y contiendas. No fue la única, el primer Concilio de la Iglesia, el Concilio de Jerusalén, fue convocado después de una “contienda no pequeña[3]” entre Pedro y Juan con Pablo y Bernabé. Los mismos que aparecen en el Evangelio y en el Nuevo Testamento.

Esto nos consuela, nos saca las culpas y nos anima, ¡les pasó a los primeros cristianos! ¡Nos pasa a nosotros! y cada uno con su bando, seguimos criticando a los demás cuando nos vemos, en las reuniones o antes de comenzar la misa. Para llegar a esta feliz situación, tenemos que dejarnos robar el ideal del amor fraterno.

Pequeñas prácticas que crean comunidad, ser creíble por la coherencia de vida, agradecer, valorar al otro, no hablar mal, celebrar la vida y cuando ponemos el blanco en la gloria de Dios[4] bajan todas las barreras y surge la persona que nos convoca. Ése es el centro de la comunidad. Cuando nos miramos a nosotros mismos y creemos tener la razón, cuando dejamos de rezar por los demás, cuando no saludamos o no sonreímos o no nos alegramos por los logros de los demás, se huele a la pólvora de la guerra entre nosotros y poco a poco nos roban el amor fraterno.

Finalmente, la ‘Evangelii gaudium’ propone el Evangelio como camino a seguir, y alerta sobre el peligro de que nos lo roben. Es el peligro de la mundanidad espiritual que pone a la propia persona en el lugar de Dios, incluso con apariencias de religiosidad.

Digamos ¡no a la mundanidad espiritual!, y no nos dejemos robar el Evangelio.

Nuestra Iglesia es santa y pecadora y está formada por seres humanos que pecamos, que perdemos la seguridad y que nos pueden robar. Creo que lo mejor es saber que Cristo es nuestra fortaleza y que sólo con Él llegaremos a la meta. Él es el mejor guardián de nuestros bienes invisibles.

 

[1] Cfr. Evangelii Gaudium 76-101.
[2] Cfr. Evangelii Gaudium 86.
[3] Hechos 15, 2.
[4] Cfr Carta 92