Tribuna

La pandemia que aún no nos arrebata la fe

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En medio de la cuarentena y el desconfinamiento, hace rato que la humanidad asiste a una forma de vivir inusual, asfixiante, cansador e insalubre. Los gobiernos de cada país piden paciencia y tolerancia a sus compatriotas, en medio de una “pandemia”, que pareciera, ha venido para quedarse. Se entiende que cada uno intenta hacer lo que puede y lo que no, queda para un futuro incierto. Con o sin culpa de parte de los gobiernos de turno, los grados de tolerancia y paciencia comienzan a mermar y el ciudadano de a pie lo único que desea es que la vida en general vuelva, más o menos, a la “normalidad”.



Sin ir más lejos, con la carátula #17ASalimosTodos, hace poco, en Buenos Aires, los manifestantes criticaron la prórroga de la cuarentena por la pandemia del coronavirus, que ya lleva 150 días. Además, de otras demandas como su malestar por el proyecto de reforma judicial, el desplome económico, el aumento de la inseguridad y la excarcelación de personas detenidas por corrupción. Así fue como miles de personas salieron a las calles de varias ciudades de Argentina como: Córdoba, Rosario, Santa Fe y el propio Buenos Aires para protestar contra el gobierno de Alberto Fernández, en el marco de una convocatoria promovida a través de las redes sociales. Esta protesta, alentada por referentes de la oposición, se da luego de que el gobierno anunciara la extensión hasta el 30 de agosto de las medidas de confinamiento en la capital bonaerense, que concentra el 90% de los casos.

Y es que, en este último tiempo, nadie ha podido escapar a las consecuencias del COVID. Con agrado o no, nos hemos acostumbrado a vivir en clave COVID y pareciera ser que todo se cierne en tomar los resguardos necesarios para evitar cualquier tipo de contagio. Curiosamente, vivimos más preocupados por salir con la mascarilla, lavarnos las manos cada vez que volvemos de la calle, tomar la distancia necesaria de otra persona y ni hablar de la botella de alcohol en el bolsillo o cartera. No obstante, la fuerza de la costumbre nos ha enseñado a funcionar y a continuar con nuestras vidas, responsabilidades y con proyectos truncados, a pesar de esta bendita pandemia.

Pandemia y fe

Ser pacientes, humildes y resignados en tiempos de pandemia, me parece que es casi una hazaña. Vivir la vida de fe en el marco de una situación como esta, me parece que nadie la esperaba. No obstante, como creyentes nos vemos inmerso en esta situación atípica y Dios, ─para muchos─ nos pone a prueba, o bien, nos ofrece una oportunidad de mostrar su rostro. Porque es fácil vivir la vida de fe cuando todo va bien, estás sano, con trabajo, tus negocios van viento en popa y el amor es correspondido entonces ¡Viva el amor a Dios! Pero otra cosa muy distinta es cuando haz de vivir tu fe con una enfermedad terminal, una pérdida de un ser querido, un fracaso laboral o de emprendimiento, o cuando te embarga la soledad o alguna depresión. Al respecto, en el ámbito de la espiritualidad, se plantea que una situación como la que vivimos puede sacar lo mejor de cada uno, o bien, lo peor.

Más allá de estas salvedades, este tiempo será recordado desde nuestra condición de creyente e Iglesia, como el más reflexivo y donde las virtudes como la paciencia, la tolerancia, la templanza y por qué no decirlo la “esperanza” se han constituido como los bastiones que sustentan nuestro amor a Dios, pero que también alimentan nuestra esperanza de que Dios no nos abandona.

Dice el Señor: “No teman, yo he vencido al mundo…” Son palabras que quizás ahora más que nunca las hemos puesto en práctica. En muchas ocasiones, el Señor nos enseña de que él es la piedra fundamental que sostiene nuestra vida, a pesar de que estemos desbordados y sobrepasados por algún problema, enfermedad o desgracia. En este sentido, como sacerdote y creyente, he podido vivenciar de que siendo el Señor el sustento de mi vida y consagración, también los fantasmas del desconcierto, el desánimo y la rutina han cubierto y aplacado mi espíritu. ¡Tanto! que cada vez que aparecen estos fantasmas recurro a las palabras de san Agustín, para no abdicar en mis principios: “El que te creó sin ti, no te salvará sin ti…”. En efecto, Dios no puede redimir aquello que no se asume, por tanto, mientras más consciente y humilde de mi debilidad, más espacio dejo a Dios para que él se manifieste. Quizás, lo que más hemos de pedir al Señor, es que nuestro corazón no se canse de buscar, de crear, de alentar, de esperar y de creer en días o tiempos mejores. Soy consciente de que la pandemia ha contribuido a tomar las cosas con calma, pero también a ser realista. Lamentablemente, el ser humano aprende y madura como persona en lo adverso y no cuando todo es bonanza y bendición de Dios.

Tiempos de fragilidad

El pueblo judío supo de esta experiencia límite y ni lo vivido con Abraham o Moisés, o las enseñanzas de los profetas sirvieron para hacer de que entraran en razón, creyeran y fueran fieles al Dios Único. De un tiempo a esta parte, la Iglesia ha aprendido a vivir la fe de una forma nueva. Me atrevería a decir que ha retrocedido en el tiempo, como en las primeras comunidades cristianas, se reunían en torno a la Palabra de Dios, oraban y compartían una misma fe.  Sin duda que esta manera de ser Iglesia trae consigo la desazón, el desconcierto y un estado de rutina que amilana la fe. Y como creyente, nadie puede estar ajeno a esta realidad, ya que, las contradicciones, las desilusiones y el desgano se manifiestan en algún momento. Y es cierto que nadie, que se dice “creyente”, quisiera pasar por estas sensaciones ni menos sentir de que Dios se ha ausentado o es indiferente a la situación de pandemia. Como seres humanos quisiéramos quedarnos en el estado de alegría o sin problemas, pero eso es una quimera. Porque muchos son los que han experimentado que la fragilidad humana se siente más en lo adverso que en la algarabía y bienaventuranza.

Entiendo que no es malo visualizar o alcanzar alguna “quimera” y en el terreno de la fe, Dios nos coloca en la perspectiva de conseguir “algunas” para fortalecer la vida en el Espíritu. Este último tiempo, sin duda, que, ante el virus de la incertidumbre, la quimera de la “sabiduría de Dios” ha sido un acicate para el buen juicio; ante el virus del desconcierto, la quimera de la “paz” ha reconfortado al corazón afligido; y ante el virus de la vulnerabilidad, la quimera de la “confianza” en Dios ha sido el motor de que aún quedan muchas cosas por hacer y que, por amor a él, vale la pena continuar la lucha. Es cierto, que estas sensaciones de fragilidad llegan cuando menos se piensa, pero son un signo más de la condición humana.

Vivir esta sensación de fragilidad es estar más consciente del grado de imperfección que adolece cada creyente y, por ende, la Iglesia, pero no se puede ignorar, ya que Dios también se vale de él para manifestar su poder y grandeza. Como decía san Pablo: “¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? ¿Las tribulaciones, las angustias, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada?” (Rom 8, 35). El Apóstol era consciente del mal en todas sus manifestaciones, pero también de la precariedad del ser humano. Desde luego, que él no quería ser un mártir del sufrimiento, pero creía que, en esa debilidad, Dios se iba a hacer fuerte en él. Por eso, el mundo creyente, tiene un gran desafío: apelar a la misericordia e intervención de Dios, no para que nos creamos “mejores”, sino para ser más conscientes de las cosas que nos alejan de él de aquellas que sí nos acercan y sacan lo mejor de cada uno.

El valor de la vida

No obstante, si hay algo que ha golpeado fuerte esta “pandemia”, ha sido el sentirnos vulnerables e impotentes ante la experiencia de la muerte. Con desdén, creyentes o no, hemos percibido que esta pandemia nos ha acercado aún más a la muerte como una realidad que está a la vuelta de la esquina. Y claramente se presenta no por una cuestión de reflexión metafísica o espiritual, sino porque más de alguno pudo ver partir de este mundo a un amigo(a), un ser querido, familiar o hermano(a) de comunidad. En lo personal, no llegué a vivir tan de cerca alguna pérdida, pero sí puedo decir que tuve una tía al borde de la muerte por COVID. Recé mucho por su recuperación, afortunadamente sanó, pero ese tiempo de oración caló hondo en mí. Constaté que la vida es muy frágil y que esta pende de un hilo. Es obvio que nadie tiene la vida comprada o asegurada, pero de qué manera un pequeño virus no solo atenta contra la vida sino también con todo lo que ella significa. Quizá esta situación nos ha llevado a preguntarnos cada vez más ¿qué sentido tiene la propia vida? Es una pregunta que se convierte en un ejercicio no solamente intelectual sino también ético, pues nos permite cuestionar por dónde caminan nuestros actos y si verdaderamente están en consonancia con los principios y criterios de Dios.

Por la misma razón, no quiero condenar este momento tan particular que vivimos, como sociedad e Iglesia, porque creo firmemente que, más allá de la crisis que ha generado la pandemia en todos los ámbitos de la vida cotidiana, aún es posible vivir una vida en clave COVID y de acuerdo con los principios que el propio Jesús nos enseñó. No se trata de alardear y simplificar la situación de pandemia, porque para nadie es un misterio que ha sido un período difícil, duro, doloroso, aburrido y desagradable. Pero creo que cada uno valorará en su justa medida para qué cosas ha servido este tiempo y qué hemos ganado desde el punto de vista personal y comunitario. Por la misma razón, no busco hablar con el diario del lunes para señalar o sintetizar qué ha sido lo más difícil durante esta pandemia y qué lo más reconfortante, si es que se puede hablar en esos términos. No obstante, después de tantos días encerrados, confinados, con restricciones para salir, trabajar en línea, hemos sentido el rigor de estas situaciones como también las sensaciones de incertidumbre, fragilidad y vulnerabilidad que van mermando el buen ánimo, la salud mental y la confianza en Dios. Seguro que ha habido un esfuerzo mancomunado en la fe de vivir en momento con paz y humildad. Pero, sabemos que, a ratos, la parte humana ha prevalecido por sobre la espiritual y las sensaciones de incertidumbre y vulnerabilidad han aplacado toda templanza.

Sin embargo, cada vez, que hemos puesto el overol de la creatividad, del acompañamiento, de ser personas de esperanza, seguramente ser ha contribuido a darle un sentido a este tiempo de pandemia y a fortalecer el espíritu. Sin duda, que aquella enseñanza de Jesús “Estén prevenidos y oren para no caer en tentación, porque el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil” (Mt 26, 41), ha servido para no sucumbir en la fe que, con imperfecciones, busca crear, motivar y construir el reino de Dios en medio de esta pandemia.