Todavía resuena, en algún rincón de la memoria, el sonido de unas monedas cayendo dentro de una hucha del DOMUND. Aquel globo terráqueo de cartón, sostenido por manos pequeñas y miradas limpias, recorría las aulas, las parroquias, las calles de cada pueblo y cada ciudad. Los niños y las niñas repetían una frase que entonces parecía sencilla: “Es para los misioneros.” Pero aquella frase contenía una de las verdades más profundas del Evangelio: que la fe no se guarda, se comparte. Que la esperanza no se acumula, se reparte.
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Ese pequeño gesto de infancia era una lección de universalidad. Una manera ingenua, inocente y grandiosa de decirle al mundo que todos somos responsables de todos. Hoy, en pleno Jubileo de la Esperanza, el DOMUND 2025, bajo el lema “Misioneros de esperanza entre los pueblos”, vuelve a recordarnos que la misión no ha pasado de moda. Que sigue siendo urgente, necesaria, provocadora. Que el Evangelio, cuando se vive en serio, siempre incomoda un poco… y siempre transforma.
Hay una geografía secreta de la fe que no aparece en los mapas. Son los caminos por donde transitan los misioneros y misioneras del mundo: las aldeas perdidas de la Amazonía, los hospitales improvisados del África subsahariana, los campos de refugiados de Oriente Medio, las escuelas de bambú del sudeste asiático, los pueblos del altiplano andino donde la misa se celebra a la luz de las velas. Allí, donde la vida parece frágil y el futuro incierto, ellos sostienen lo esencial: la esperanza.
Viven sin hacer ruido, sin discursos, sin cámaras. Y, sin embargo, son noticia cada día, aunque nadie lo publique. Son la crónica silenciosa de la ternura de Dios en el mundo. En sus manos callosas hay curación, en su mirada hay consuelo, en su voz hay una palabra que no se rinde. Ellos no solo anuncian el Evangelio: lo encarnan.
Hna. Julia Aguiar, misionera en Benín
Un misionero, una misionera, no lleva certezas prefabricadas ni soluciones rápidas. Lleva el coraje de quien se deja tocar por el sufrimiento de los demás. Lleva la convicción de que el amor tiene más poder que el miedo. Lleva, sobre todo, una fe que no se apoya en los resultados, sino en la promesa. Por eso permanecen cuando todos se van. Por eso sonríen cuando el mundo se oscurece.
“… enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28,20). Esa es la frase que acompaña sus pasos, el Evangelio que camina con ellos. No hay mayor consuelo que saberse enviado por el Amor, ni mayor esperanza que saberse acompañado en la misión.
Los misioneros y misioneras son el corazón que late en las periferias del mundo. Son el rostro visible de una Iglesia que no se conforma con predicar desde la distancia, sino que se acerca, toca, escucha, abraza. Su presencia es un gesto profético: allí donde la desesperanza se instala, ellos siembran futuro. Donde hay violencia, ellos tienden puentes. Donde hay hambre, comparten el pan. Donde hay olvido, pronuncian nombres.
Kike Figaredo, SJ
Su vida no es heroísmo romántico: es fidelidad cotidiana. Es madrugar sin certezas, pero con fe. Es cansarse y seguir. Es llorar y volver a empezar. Cada misionero y misionera encarna la bienaventuranza de los mansos, la misericordia de los que lloran, la alegría de los que sirven. Son los poetas del Evangelio, escribiendo versos de esperanza con gestos concretos.
Y detrás de ellos, sosteniendo esa red inmensa y silenciosa, están las Obras Misionales Pontificias (OMP). No se ven, pero hacen posible que la misión exista. Las OMP son el sistema circulatorio de la Iglesia misionera: hacen llegar la ayuda donde el corazón late más débil, convierten la solidaridad en acción, transforman el don individual en misión universal. Son el hilo invisible que une al niño que deja caer su moneda con la religiosa que atiende un dispensario en Camerún, o con el sacerdote que levanta una parroquia en la frontera de Sudán.
Gracias a las OMP, la esperanza no es un sentimiento: es una estructura viva. Gracias a ellas, la Iglesia mantiene encendida la llama de la fe allí donde el viento arrecia. Gracias a ellas, el DOMUND tiene alma, rostro y destino.
Tender la mano
Este año, el DOMUND llega con una urgencia distinta. En un mundo cansado, fragmentado, golpeado por guerras, migraciones y desigualdades, hablar de esperanza parece un acto de rebeldía. Pero eso es, precisamente, lo que hace el misionero: rebelarse contra la desesperanza. Mientras el mundo se repliega sobre sí mismo, los misioneros salen. Mientras muchos levantan muros, ellos tienden manos. Mientras el miedo dicta silencios, ellos pronuncian palabras de vida.
El misionero no pregunta quién merece ayuda; pregunta quién la necesita. No mide su entrega; la desborda. No busca ser reconocido; busca ser fiel.
Por eso, el DOMUND no es una campaña ni una fecha del calendario. Es un examen de conciencia para la Iglesia y para el mundo. Nos obliga a preguntarnos qué hacemos nosotros con la esperanza. Si la conservamos o la compartimos. Si la proclamamos o la encarnamos. Si creemos que todavía es posible que el bien tenga la última palabra.
“Y les dijo: ‘Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación0’ (Mc 16,15)”. Ese mandato no se pronunció en pasado. Es un verbo en presente. El envío continúa. El Evangelio sigue siendo urgente.
Creer en la humanidad
En cada diócesis, en cada parroquia, el DOMUND vuelve a poner nombre a esa llamada. Nos recuerda que la misión no empieza en un aeropuerto, sino en el corazón. Que todos, niños, jóvenes, adultos, ancianos, podemos ser misioneros de esperanza desde donde estamos. Con nuestra oración, con nuestra aportación, con nuestro testimonio. Porque la esperanza no se mide en kilómetros, sino en entrega.
El misionero que cruza fronteras y el creyente que sostiene la misión desde su casa forman parte de una misma historia: la historia de un Dios que sigue creyendo en la humanidad.
Las Obras Misionales Pontificias, con su compromiso constante, nos invitan a entender que no hay lugar tan lejano que no pueda ser alcanzado por la fe, ni gesto tan pequeño que no tenga valor misionero.
Testigos
El mundo necesita testigos, no solo predicadores. Necesita manos que curen, no dedos que señalen. Necesita esperanza que camine, no discursos que prometan. El DOMUND, año tras año, pone rostro a esa esperanza en movimiento. Y nos recuerda, con la fuerza de lo sencillo, que cada vida entregada hace más habitable el mundo.
Quizá aquel sonido de monedas en la hucha del colegio era más que un ruido metálico. Era una música sagrada. Era el murmullo de la fe en construcción. Hoy, cuando esa hucha simbólica vuelve a nuestras manos, entendemos que sigue vacía solo para poder llenarla otra vez: de fe, de compromiso, de amor, de esperanza.
Los misioneros y misioneras nos enseñan que la fe se mantiene de pie cuando se pone de rodillas ante el sufrimiento del otro. Que el Evangelio no se declama, se encarna. Y que la esperanza, la verdadera esperanza, no consiste en esperar a que algo cambie, sino en ponerse en camino para cambiarlo.
El DOMUND 2025 no es solo una invitación: es un envío. Un envío que atraviesa los continentes y los corazones. Que nos recuerda que la misión sigue viva, que el Evangelio sigue caminando, que la esperanza sigue ardiendo.
Y mientras haya un misionero en el mundo, una OMP acompañando su entrega y una comunidad creyendo que el amor transforma, Dios seguirá escribiendo historia entre los pueblos.